Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.
















Edgardo Lois x Alejandro Lois

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

viernes, 9 de mayo de 2025

Decir fisura



Había una vez una ciudad enferma. Una tinta de palabras veneno. Y un fino laboro con que la voz de los malvados blablistas acomodaba intereses. Una ciudad condenada por ladrones de historias, de cuerpos y de palabras.

Mientras tanto se ve, caída sobre el cemento, una fila de hombres con esperanzas y derechos. Una barriada olvidada. El hombre olvida. El sistema olvida. Sombras o casi sombras. Como si no fueran presencia. En las veredas. En las calles. En las avenidas. Un trazo de gotitas desalojadas desde la brocha que Dios usa para pintar este mundo cruel.

Vive un hombre sobre la vereda que corresponde a un negocio. Vive otro bajo el techo de la ochava. Hay vida bajo el árbol. Vida sobre un trapo. Sobre un cartón. Hay familias sobre las baldosas de cemento del bajo autopista.

Una. Dos. Tres. Cuatro. Incontables las presencias que a la vista deja el cotidiano de la sociedad. A pesar de la palabra del legislador mal hablado, sucede que el vecino reconoce y siente. Llora por el sufrimiento del otro.

Una seguidilla de palabras por lo general da vida a una mirada. Y cada mirada lleva su sustancia. De ahí los procederes, y las necesidades. Al final, todos humanos. Todos somos puntos nacidos sobre una línea central. Después debería suceder como con la flor del panadero, al costado de la vía, allá en el Martín Coronado de infancia. La flor cuando aparece el viento (hay cierta magia en el paso del tren). Y entonces la flor casi se deshace en florcitas que vuelan hacia tantos destinos. Que todos tuvieran su oportunidad en el viento. Así me digo. Así anoto mis palabras en la ciudad porque un hombre mal bocetado habló de fisuras. Los nombró fisura, los fisura. Digo la brocha de un Dios cruel. Digo la insultante palabra de algunos hombres. Un fisura -según palabra del que anónimo queda en su vergüenza- es un hombre que vive en la calle. Los fisura, los hombres del colchón sobre la vereda. Haga frío o calor. Sea en la lluvia. Fisura para decirlo en un desamparo que al legislador no le importa. Un condenado a ser visto como hombre roto, perdido, peligroso. El fisura señalado en la calle como perdedor y vago. El blablista dice que el fisura ocupa un lugar en la ciudad, y que debe pagar por él. Exige un impuesto al caído. Un fisura no puede ocupar el banco de una plaza. Un fisura no puede -en caso de que aún tuviera algo con que resistir- andar con libre estacionamiento para su carro cartonero. Que no se crea que hay en la calle derecho para él. Son estas algunas de las imposibilidades dispuestas por los dueños de las palabras. El mal hablado al que se alude es un simple contratado de los que disponen la palabrería para disfrazar trucos o para discriminar al otro. Los dueños de las palabras usan ciertas entonaciones de Dios. Se puede flotar entre las bandas. Así dice el nuevo rezo del falso poeta para saber hasta cuándo el temblor del hambre y la miseria. Y dónde la presencia de Dios. Los curas en la opción por los pobres son prueba del costado bueno de la condición humana. El Papa Francisco señalando el poder mezquino de los destructivistas. Pregunto por Dios en tiempos de tanto hombre mal bocetado.

Y en estos quehaceres de escritura me digo que bien podría pedirle prestado a Tuky su Dios. Tuky, mi amiga poeta de la ciudad/río, y durante muchos años, perdió a su Dios. Ella me dijo que andaba un poco perdida y enojada con su Dios. No podía creer que Dios permitiera el mundo horrible que contemplaba a diario. Así pasan los enojos en la vida. Anduvo sin Dios. Pero un día se produjo cierta magia. Y dijo ella que ahí estaba. De regreso. De vuelta a casa. En casa. Ahí estaba el Dios de infancia, o de cuando Tuky fue muchacha. Ahí estaba el Dios de esos días en que compartía la vida con su caballo, el Inocente. Y fue al caballo que la poeta dijo su primer poema. Rilke afirmaba que toda persona lleva la muerte, la suya, la propia, en el interior de su cuerpo, en el pecho. ¿Ocurrirá igual con Dios? Vaya el hombre a saber. Sin esperarlo. Sin quererlo. Sospecho que pidiendo sí el regreso entre los rezos que se dan en los sueños. Como sea, la magia se dio, volvió su Dios.

Como en todos los días en que viene durando la vida, me toca ver. Pero hoy me dije que dada la maldad que repta sobre el paisaje, mejor sería tener un Dios bueno a la mano. Y entonces pensé que bien sabía este cronista que en su vida no había tenido Dios. Era una situación especial. Precisaba un Dios. Es más, lo preciso. Fue cuando recordé que sí había tenido Dios. Sucedió en la ciudad entrerriana de Gualeguay, donde me llevó la vida hace algunos años. Conocí a Tuky Carboni, la entrevisté, y para ello leí la totalidad de su obra. Y aquí. En este pasado al que regreso. Señalo éste, su centro. Digo que mientras leía a la poeta pude sentir que había un Dios. También para mí. Así fue que una vez tuve Dios. Era, con seguridad, ese Dios de infancia y juventud al que luego regresaría Tuky. Ese era el Dios que este cronista andaba precisando para habitar, para nombrar apariciones de vida en su urbana realidad.

En la vereda del barrio pude ver que una muchachita, en una esquina al sol, modelaba con sus manos la forma de un corazón. La forma sobre la cara. Lo hacía en la calle. Una forma para todos. Lo hacía como lo haría en su habitación. A la mano del caminante el momento de soñar que, uno y todos, aún somos parte de ese corazón, de esas manos, de esa memoria, de esos ojos que miran con amor a través de la forma corazón. Aún existo. Aún estoy. Sigue estando el Dios de la infancia en el aire, en el viento. Quizá todavía sea posible el poema que diga de la humana canción, la que permite tratar de comprender nuestro mundo. Ocurre los sábados en el anonimato urbano. Espero cada mañana, cuando se arma la mesa de Desde Boedo, que aparezca la mujer mayor de pelo corto que trabajaba en un geriátrico. Ella llevaba lectura a los que no salían a la calle. Hace meses que ella no pasa. La espero cada sábado. Nada digo. Hay un leve sabor amargo en la alegría del recuerdo. El humano saludo por haber estado, por haber sido. Yo mismo convertido en una casi historia de fantasmas.

En la ciudad me sigo preguntando por el misterio. Escuché en la mañana, al despertar, cómo se alejaba un tren. Era la voz de un tren de infancia, de Martín Coronado. Pero yo despertaba en el refugio de Garay en Boedo. Era que el tren me devolvía al presente, o era que acaso no llegué a subir hasta donde puede llevarme la escritura. Preguntas sin importancia. Aparecidas preguntas sin importancia.

Ayuda saber que me acompaña un Dios de infancia, el que me prestó Tuky. Así puedo ser otra vez un Edgardo Lois en tinta roja. En mi cuaderno nuevo de año nuevo. Escribir en tinta roja como si fuera ayer. Pero todos nosotros lo sabemos, es otro el que lleva la lapicera. La mirada. Me lleva la memoria. Y lo visto o encontrado en la calle. Nada espero en el día. Nada deseo en la noche. A no ser que en desamparo viva el otro que espera. A no ser que un mal hablado falte el respeto a tanto compañero.

Ayer, una familia, dos hijos de unos diez años, mamá y papá, revisaban los contenedores de la basura. La pareja llevaba una bolsa cada uno. Hallazgos. La nenita iba con un oso de peluche maltrecho. El pibito tenía una pelota. La familia en camino a la plaza Martín Fierro. Salí de mi soledad de caminante para verlos avanzar en la tarde. Y me quedé con su imagen. Ahora la anoto, como si estuviera escribiendo una carta de humano pedido a un Dios de infancia que se extendiera desde el campo de Estación Lazo de Tuky, desde mi patria interna de Martín Coronado, en la provincia de Buenos Aires, hasta esta ciudad con tantas historias sobre el cemento.

Entonces rezo con un poema de Tuky “Ceremonia”: El molino era claro y palpitaba. / Su ramaje de hierro ardía en el verano; / pero la savia que exhalaba su corazón secreto / era tan verde y fresca / como el alma gentil de la arboleda. / En las noches de tormenta, / cuando estallaban los relámpagos / desde los vastos púlpitos del aire, / su margaritón giraba enloquecido. / Entonces, el padre se vestía; se ajustaba la faja / y trepaba hasta la flor de su testuz / para enlazar sus clinajes al viento. / Adentro de la casa / se derretía la cera de las velas benditas / mientras temblaban en las bocas / las sílabas urgentes de la Santa Bárbara. / Y afuera, en la intemperie, / las sombras hermanadas del padre y el molino; / de pie ante las tormentas / para guardar la casa y la madre con niños.

lunes, 7 de abril de 2025

Una escritura destemplada



Una vez más frente a la página en blanco. La necesidad de decir. De contar el mientras tanto dentro del paisaje. La escritura de la aldea es siempre el desafío. Contar la vida desde mis dientes apretados. Desde el temblor de las almas. También desde el temblor de mi brazo derecho. Y de mi pierna derecha. Poco es lo que queda de este escriba sin el aliciente de la escritura. Y, sin embargo, se repite, desde hace unos días, una bulla molesta. Una imposibilidad de la tinta. Una apatía. Como si estuviera ganado por un dolor. Por la neblina engañosa desde donde acecha el peor de los desganos.

Hago un nuevo intento. Lo sé. Necesito escribir. Decirme. Anotarme en estos tiempos crueles. Necesito la palabra para construir mi último refugio. Un lugar donde proteger la respiración final de la cordura. Juguemos en la ciudad mientras el represor no está. ¿Represor está? Siempre está. Que no encuentre las palabras no se debe a la presencia del represor. No. Es otra la razón para el silencio. Respiro en sociedad. Soy en el otro. Sin embargo, desde el espejo me mira mi hombre mayor. Pregunta. Quiere saber. Él también necesita escribirse para sentir que la vida lo lleva en el viento. La mismísima vida sopla tras los puentes que comunican con los mundos de más allá. Encuentro -sobre la frente del hombre mayor que aparece en el espejo- una especie de lombriz bajo la piel, en el lado derecho. Desciende, desde donde vive parte de la memoria, hasta la ceja, el ojo, la ventana -una de ellas- por donde ingresa el decir de la urbanía. Una lombriz con la apariencia de un rayo. Un movimiento en reversa. En eso pienso. Eso me digo. ¿Es que la memoria huye en medio de la tormenta impidiendo la escritura? ¿Será por haber contado tanto la ciudad, la aldea, que este tiempo niega la nueva visita? Así las cosas. Pequeños garabatos que -por momentos- pienso, y que juegan a las escondidas mientras me siento con la palabra destemplada. Trabada. Absorta. Condenada.

Una escritura sin rumbo para decir estos tiempos crueles. Enrevesados. Trágicos. Paridos por una de las malas magias que se retuercen en lo más oscuro de la condición humana. Los hacedores de miseria. Los adoradores del egoísmo. Los sacerdotes del odio. En los tiempos del desánimo y el culto a la violencia, necesito escribir, por ejemplo, que una bolsa grande -de esas que sirven para juntar la basura en un consorcio- espera al lado de un contenedor. La bolsa a un lado de un hombre joven. El hombre joven laborando las posibilidades del cartón sobre el cemento de la avenida. Desde dentro de la bolsa saca la cabeza un triciclo plástico salvajemente descolorido. Salvaje, sin dudas, fue el olvido que pareció eterno en un patio. Una lluvia de febo que asoma y cae. Primero fue el olvido. Luego el tiempo lo hizo triciclo para la basura. Un triciclo abandonado con destino de infancia con pocos colores. Una escritura triste parece tomar forma sobre el blanco de la página.

Hay un argumento de tristeza remontando en la mañana en que anoto que me faltan palabras para contarme en la soledad que habita la aldea. Un hombre puede vivir en soledad por propia decisión. Por propia mano. Inmerso en su pandemia. Dentro de un tango propio. Autor de letra y música. Que ya no quedan rastros del misterio del amor. Que ya no se escucha el beso que comienza en el encuentro de las copas en maravilla de sábado por la noche. Tengo mi propia soledad. Pero intento, además, escribir la soledad que respira en el paisaje de la encrucijada ciudadana. En la aldea devenida ciudad toda vida es de encrucijada. Me digo que cada vez hablo menos. Me dejo llevar por la mirada. Hablamos menos. Comprendemos menos. Somos habitantes de la oscuridad de una patria desfigurada.

La velocidad funda el olvido de los detalles. Importa la pasión puesta en el logro del objetivo que brilla entre lucecitas y demás parpadeos de un nuevo cartón pintado. Hay un desespero por la obtención del dinero. Todo está en venta. Cada movimiento realizado debe estar enfocado en el mercado. Cada libro debe ser escrito con las formas y conveniencias que en estos tiempos establece el mercado. Cada película filmada como se deben filmar las películas que ya ha aceptado el mercado. Cada vida debe ser vivida pensando en agradar, en encajar en los casilleros del mercado. Cada persona debe ser un número disponible en el caso de que el mercado necesite de sus servicios.

De a poco me fui quedando sin palabras. Poco hablo en persona. Poco hablo a través de los puentes provistos por la tecnología. Intento escribir las palabras que pienso. Salvo cuando el silencio también me gana sobre la página en blanco, sobre el latido del cursor estelar.

Escribir tanta persona joven sobreviviendo en las calles de la ciudad. Veo cómo duermen. Sobre colchón. O sobre cartón. Pan y factura de ayer en una bolsita. Los últimos tragos en una botella de gaseosa. Restos de la cena sobre la vereda a media mañana. Frío o calor. Lluvia. Toca vereda. Toca esperar entre tantas ausencias. Todos sabemos. Todos avisados de los condenados que viven bajo la autopista, o bajo el techito de una ochava. No hago más que ver. No hago otra cosa que escribir sobre la soledad que respira en la aldea devenida ciudad. Cada vez cuesta más encontrar las palabras necesarias. Y también la decisión de decir el espanto. No alcanzan las palabras. Tampoco el tiempo para componer la narración. Ay del desgano frente al espanto.

Digo otra vez el espanto. El horror. Flota en el aire. Lo lleva el viento. Se mete entre las grietas de la casa que suponíamos segura. Democracia. Una casa con más de cuarenta años. Los asesinos expulsados. Afuera lo inhumano. Pero la realidad supuesta se hace paisaje de mal sueño, y entonces en la casa las grietas de una tapera. La desazón una tormenta. Vuela el cortinaje de hilachas amargas. Me digo. Pero si no se puede, es una ley. No se debe. No se puede. Es un decreto. Del sátrapa y algunos esbirros, las firmas. Un decreto no vale, no anula. Tampoco debería autorizar. Sin embargo, es temporada de compra de voluntades. Ay de las volteretas de ciertos actores del discurso. Un deseo de larga vida para aquella justicia que escapa al poder. Pero casi todos actores en el palacio. En los palacios se acomodan las conveniencias. Dice el falso profeta que el Estado se achica. Sin embargo, en el supuesto mundo liliputiense crece la fuerza con que el poder económico abolla el pensamiento y el cuerpo de los que piensan distinto. No importa por qué razones los jubilados están en la calle cada miércoles. Importa que no cumplan con el protocolo de seguridad. Y entonces es en la calle donde se resiste el miedo. La recomendación es: cuidarse. Porque la represión vive, está de vuelta. Porque está recién acomodada la ley antimafia para ser usada contra la protesta social. El policía de la armadura encara, bestial, a una anciana que termina sobre el cemento, ensangrentada. Otro asesino, de otra de las escuderías de variada calaña, dispara la granada de gas lacrimógeno directo -disparo horizontal- a la mirada del testigo. El cartucho da en la cabeza del hombre joven que intenta hacer fotografías de la represión iniciada -sin más motivo que impedir la movilización- por el gobierno que apuesta a la violencia como argumento a exhibir sobre el paño verde donde trampea los derechos de los ciudadanos. La palabra ha sido robada. Su significado verdadero borroneado, manchado. Herramientas de olvidar aquello que es la libertad. Una nueva manera de nombrar el mundo está siendo acuñada. Una nueva persecución de los Ellos. Larga la mano de los Ellos. Una multitud de dedos. Otra vez los invasores. Otra vuelta de tuerca de los dueños del poder económico. Y sus esbirros: los cómplices a conciencia, y aquellos que subieron apenas creyeron ver luz en el carajo. Entonces la república amenazada. Se ha declarado la temporada de persecución y caza. Escribo la bala de goma, el palo, la moto, el gas, el carro hidrante, la armadura de los escarabajos alquilados, los hombres y mujeres capaces de lastimar a quienes deberían cuidar como hermano; escribo la censura, la mentira, y el hambre, además.

Me digo que todavía escribo. Un puñado de palabras. Una escritura destemplada. Necesito escribirme para ser uno más entre los compañeros de la patria. Uno más en la memoria que escribimos a diario.

La primera sangre siempre la derrama el sistema. Soy testigo. Un cronista. Tengo apenas un puñado de palabras. Y memoria.

Cantó el poeta: Violencia es mentir. 

lunes, 10 de marzo de 2025

Paisaje urbano



Un rulo al viento. De un verde mustio. Un rulo alargado nacido de un pedacito de hoja de árbol. Como si fuera vela de mástil en barco modesto.

 

(Aparecido es entonces un barquito de papel que viene desde la infancia. De cuando había agua al pie del cordón. Cuando había zanja. Recuerda el testigo –mientras mira el rulo al viento- el día en que su padre le enseñó a hacer un barco de papel con la hoja de un diario. Aún lo ve haciendo dobleces sobre la mesa roja del comedor.).

 

El rulo tambalea muy cerca del límite con el acantilado de cemento liso pintado de amarillo. El viento arrastra mucho recorte de las sobras del paisaje. Pequeñeces. Basuritas. Rompecabezas sinsentido que se comerá el desierto de cemento, la arenilla del reloj de la gran ciudad. Un cauce seco repleto de restos de hojas amarronadas. De abrir el plano -la toma- el paisaje incluiría el árbol de la esquina. De escuchar detalles del sonido en la escena que encuadra al rulo, el viento llevaría hacia el futuro un murmullo de pasos leves enredado en silbos causados por la estructura crocante. El rulo lleva su conteo de final. Aún es verde. La hoja es relativamente joven. Pero ya está en marcha la muerte. El destino está marcado cuando se pierde el quehacer en los días siendo ingrediente vital del árbol.

Tiembla el rulo en el viento. De pie. Erguido. Lo lleva una única hormiga. Es diez veces más grande que la hormiga. El rulo sugiere que el tiempo ha pasado. Lo dicho. Adiós al árbol. Un verde apagado. Luego, mientras la muerte adormecía la hoja, las manos fantasma del viento hicieron su labor. Como si su cuerpo hubiera rodado sobre un tenedor que no dejara marca, el rulo amaneció como tal en el azar de una mañana. Una mordida tiene en el cuello desde la noche antes de caer del árbol. Lleva un hueco en su piel. Un hueco por donde silba el viento. Fue en el cauce seco donde una hormiga se detuvo.

 

(La hormiga negra lleva el rulo de hoja. El testigo se pregunta. Si como tesoro. Como bandera. Como desafío. En la secuencia, de a poco, aparece la intriga. Apenas descubierta la hormiga, el hombre piensa en el espíritu de lucha de la misma. La posibilidad de fundar y actuar en una situación en que se juega algo importante. Sin embargo, la lucha de la hormiga tiene apariencia de sin sentido. De sin para qué. Una línea de tango triste. Por qué no una hoja un poco más pequeña. El testigo intenta comprender aquello que a simple vista parece una locura. Intenta acercarlo al mientras tanto humano en estos tiempos crueles. Pero no está seguro de nada. Sigue con la vista en la hormiga que, en lentísimo avance, lleva el rulo en alto.).

 

Una hormiga libre de carga pasa veloz a un lado de la compañera que lleva el rulo de hoja. Como si llevara un mensaje secreto. Pasó a un lado sin siquiera ver a la que lleva el tesoro, la bandera, o que transita el misterio de un desafío. Como si ella también llevara un mensaje secreto. Sostiene el rulo en el viento de la mañana. A su derecha el acantilado liso y alto. A su izquierda la inmensidad, una de ellas, en esta parte del mundo urbano.

 

(El testigo cree ver en la escena una línea de vida, de pequeños aconteceres. Piensa, para variar, en pequeñeces. Sabe que una línea es una sumatoria de puntos. Desde el cordón es testigo. Al pie del acantilado un punto más. Ahora mira desde el cielo. Hace un momento que descubrió a la hormiga. El rulo que se mueve sobre la calle, sobre la zanja sin agua, atrapó su estar en nada. Haciendo nada. Haciendo silencio en la memoria que casi siempre tiene cuestiones que aclarar. Desde la memoria el fantasma dijo. El testigo habla con fantasmas que simplemente se aparecen en el paisaje. Personajes de ayer. Los ve. Con ellos anda de chamuyo. Pero la memoria era silencio cuando vio que la hormiga -se podría afirmar- remontaba el rulo sobre el cemento.).

 

Otra hormiga aparece en la escena. Lo hace a buen ritmo. Lleva carga. Un tercio del tamaño del rulo al que se acerca. Llegado el momento elige pasar a su compañera por el lado derecho. Entre el rulo y el acantilado. No hay duda alguna en su hacer. Avanza. Por qué no. Vamos. Tan diferente es tratar de avanzar con el rulo sobre la cabeza. Hay tira y aflojes varios. Diversas inclinaciones. Las caídas sobre el cemento. La lentitud de cada alta en el cielo.

 

(Asiste el testigo a las respiraciones de un paisaje urbano. Es un hombre que se demora en una esquina. Un comportamiento extraño. No le interesa cruzar la calle. Hombre parado sobre el cordón. Hombre parado sobre la calle. Sucede en una de las esquinas de Avenida Juan De Garay y Muñiz. En Boedo. Una encrucijada. La vida siempre es una encrucijada, piensa el testigo mientras mira el cauce seco por donde –allá abajo, en profundidad- los días, desde pequeñeces, juegan al nacimiento.).

 

La hormiga que lleva el rulo mantiene su avance lento. El rulo es sustancia, pero también incomodidad, esfuerzo, enigma. En sentido contrario avanza otra hormiga. Nada transporta. Viene desde el hormiguero. Veloz ejecuta su mandato secreto. Se detiene frente a la que transporta el rulo. Ésta intenta esquivarla por la izquierda. Pero la otra se lo impide. Se mueve a la derecha. De repente la hormiga aparecida se trepa al rulo, que cae sobre el cemento. La hormiga agresora fue a cumplir la orden. Irás a buscar a todo aquel que se oponga. A todo aquel que recuerde más allá de lo permitido. Las hormigas se trenzan en escaramuzas. Chocan. Se alejan. Caminan sobre el rulo. La agresora pasa, en dos ocasiones, por el hueco que presenta el rulo. Pero algo desconecta la insistente agresión. Una nueva orden recibida. La duración de un temblor después de un terremoto. Entonces la hormiga sigue con su camino. Su sumatoria de puntos. Su línea. El rulo volvió a erguirse en el viento. La hormiga continuaba en el desafío.

 

(Al final de este quehacer asociado para pintar o agotar un paisaje urbano, el testigo, de pie sobre el cordón, comprendió su presencia en la encrucijada. Se dijo. Cargo con un rollo de escritura. Siempre se escribe en el aire, en el viento. El recuerdo de mi vida en la historia de mi paisaje. Mi rulo en el viento. Cargo con el rulo hasta las orillas de mi Mar Muerto. En la encrucijada de Garay y Muñiz hay oportunidad de ver al otro, por ejemplo al muchacho que duerme -entre trapos encontrados en la basura de un contenedor- sobre la vereda. Duerme en la esquina al abrigo del mural. Todo es alegría en la pintura. Está la madre y el niño. En el cielo. Hay un cura. Una monja. En la tierra. Hay uno o dos presencias más. Todos sonríen. Dios también es testigo. Cada uno cuenta como puede. Hay una parrilita al paso en otra de las esquinas. Choripan pesos 4.500. La trabaja el hombre que tuvo que cerrar el vivero. Hombre de larga barba blanca. El hombre que tiene cinco perros. Ellos también habitan la encrucijada. De algo inesperado, a veces, también se puede vivir. Sucede una aparición. Una mujer regresa desde la memoria. Pasa -como pasó en un día del ayer- a un lado del árbol de donde se desprendió la hoja que sería rulo en el viento. Viste una camisa verde manzana. Hay luz en la cara de la mujer. Siempre ilumina. Ella y su sonrisa. El testigo habla con él mismo. Su rulo en el viento es un recorte en la hoja donde se escribe el argumento de la mañana. Su vida ocurre dentro de un rulo de escritura, una novela propia. Un rulo de tiempo en la mañana de un día cualquiera. Una memoria. Un puñado de sucedidos. El rulo es la memoria que lleva el testigo. Siempre en el susurro del tiempo.).

 

La hormiga que lleva el rulo en el viento se acerca más al acantilado. Se dirige hacia un hueco en el cemento. Hay más hormigas en el lugar. Con esfuerzo logra introducir el rulo en la fresca oscuridad de la cueva. Guarda una memoria que pertenezca a todos. 

domingo, 9 de febrero de 2025

Temblor

 


Néstor fue compañero de escuela. Desde cuarto grado hasta el final de la escuela primaria. También fue amigo de barrio. Vivíamos a una cuadra. En Martín Coronado, provincia de Buenos Aires. Teníamos catorce años. Tuvimos catorce años. Entonces, cuando éramos pibes allá lejos vi -fui testigo- cuando lo sacaban del agua. Era una pileta natural. Una entrada de río. En Campana. No se ahogó. Simplemente falló su corazón. El destino estaba escrito. Néstor era hijo en una familia que había llegado desde la provincia de San Juan. Nuestras familias se conocieron en el mientras tanto de la amistad.

Después de la muerte de Néstor, la familia decidió el regreso a casa. Durante aquella acción de reparación –de repatriación- apareció un convite. Viajar a San Juan. El amigo conociendo los lugares donde pasaron los primeros años de su amigo. Retorno a casa. Así los amigos. En compañía. Mis padres dieron su permiso.

Largo es el viaje en tren. Viajo con Gloria, la mamá de Néstor. Sigo mirando por la ventanilla del vagón. La montaña pelada. El filo de la piedra. La lluvia de sol sobre todo el paisaje. Qué fue de la sombra. Qué del verde. La música del tren flotaba en el polvo que llevaba el viento caliente. Continúa la experiencia maravillosa. A más de cincuenta años. La ventanilla abierta. El viento. Un nuevo mundo. En camino a San Juan. Dejé por casi treinta días la casa paterna ubicada frente a las vías del tren. Frente a la canchita de fútbol trabajada en el terreno del ferrocarril Urquiza. Pegada a la vías. Inclinada por el leve descenso del terraplén. Eran años donde correr tras una pelota era la felicidad. Felices los amigos en el club que tenía canchita de papi de cemento, y en la de tierra donde el juego se detenía cada vez que pasaba el tren.

Recuerdo la estación. Como llegado a otro tiempo. El tren como nave espacial. Otro planeta. Hermosa construcción. Amplia la galería. Casi treinta años después pude volver a habitar aquella vieja estación. Estaba abandonada. El miserable de Anillaco ya había hecho su trabajo. En un mediodía del después comí unas empanadas en la estación cerrada. Aquella vez fue retorno como retorno es esta escritura.

En la familia fui centro de interés. Vino el amigo de Néstor. La casa familiar era grande. Un cruce entre la construcción de material y el adobe. Paredes anchas. Piso de cemento alisado. En la memoria el piso es bordó. La casa paterna de Gloria. Habitada por su madre. También por unos tíos de Néstor. Ahí esperaba Horacio, el padre de Néstor, y Mabel y Alba, las hermanas de mi amigo. Supe del sabor de un poco de vino con soda. Supe que el vino común era mucho más rico que el vino común en Buenos Aires. Supe de las empanadas hechas en el horno de barro. Supe de andar en la montaña por la quebrada del Zonda. Supe de buena gente haciendo la vida. Fui uno más en el pueblo de un barrio llamado Villa Krause, a unos kilómetros de San Juan capital. Fui habitante de una casa de esquina en la calle Calvento 602.

En la casa, en la calle, el tema del que todos hablaban: el terremoto de Caucete, ocurrido el 23 de noviembre del 77. Me asombro a la distancia de que mis padres dieran su permiso para que su pibe mayor anduviera sobre un territorio donde podía escribirse la palabra terremoto. Un gesto contra el miedo.

Fue un día de enero del 78. No recuerdo el auto. Tampoco a los viajeros de la aventura. Alguien planeó el viaje. Vamos a Caucete. Y entonces se abrió otro mundo dentro del nuevo mundo. Ver Caucete. Una película de destrucción. Como la que había en las películas de guerra en la tv. Caucete con el color de la realidad. Como si algo hubiese estallado en el lugar. Como si algo hubiese salido de la tierra. O como si hubiese llegado del cielo. O desde las calles mismas. O desde el mismísimo pueblo. Algo había estallado. Y entonces la destrucción era. La muerte era. El sufrimiento. La crueldad. Armazones metálicos. Esqueletos de casas y edificios. Ladrillos y adobe sobre veredas y calles. Personas viviendo en lugares abiertos. En las calles. Por las dudas. El miedo era. La historia de la amenaza era. La cinta de cemento por la que avanzaba el auto, tenía en medio un hundimiento, una rajadura de profundidad considerable. No recuerdo haber bajado del auto. Tampoco recuerdo palabras. Era la ciudad de Caucete el lugar donde estalló el terremoto y todo fue destrucción.

Sucedió luego del viaje al epicentro del terremoto. Una mañana. Clareaba. Yo dormía en una habitación que daba a un patio, en parte techado, que comunicaba con la puerta de calle. Mi cama era un sillón. De noche extendía sus alas y derivaba en cama. Noche de enero. Calor. Las puertas abiertas al patio. Había descubierto que si me ubicaba muy al borde de la cama, ésta perdía estabilidad. Sucedió en la mañana que clareaba. Sentí cómo perdía equilibrio mi bote. Intenté moverme al centro, pero estaba en el centro. Después escuché un retumbar como de truenos. Escuché los primeros gritos de alarma. Me senté en la cama y, cosa de no creer, intenté calzarme. No pude. El piso parecía respirar. Desplazarse de un lado a otro. De pie. Lo logré al mismo tiempo en que reparaba en el temblor. Una criatura vengativa que se subía por las paredes. Por las puertas. Que quería arrancar los techos. Intenté apoyarme en la pared para tomar envión y poder caminar los dos metros que me separaban de la puerta y el patio. La criatura aparecida también bramaba insultos. Atronador su aullido, sus gestos. Cuando, de repente, se hizo la calma, y el silencio más absoluto. Era el final, y no había podido salir de la habitación. En los temblores de los días siguientes supe de reaccionar con la consciencia que exigía la situación.

Hubo temblores sucesivos en enero. Y en una escaramuza de símil temblor -pura injusticia- hubo un sucedido de resistencia. Sucedió en Córdoba. El 25 de enero, por la noche, yo estaba frente a un televisor en blanco y negro. Mi vida seguía en San Juan. Esa noche se jugaba el partido de vuelta entre mi Independiente de Avellaneda y el club Talleres por el campeonato nacional. El partido, árbitro mediante, estaba entrampado a favor de los cordobeses. Dos a uno ganaba Talleres. Expulsados tres jugadores del Rojo. El árbitro, como si se tratara del gobierno de un sátrapa, apareció despótico, jactancioso y, cómo no, arbitrario. Faltaban unos pocos minutos para el final cuando, con calma, Bochini mandó la pelota al fondo de la red. Dos a dos. Final. Campeón fue Independiente por diferencia de gol. Me digo que el Rojo aguantó, perseveró, resistió cada instante del temblor. También me digo que pintó aquel terremoto de Caucete porque terremoto alumbró en diciembre del 23. Una aparición desde la memoria para decir el presente. Hace un año ya. Un arte de oscura magia se abate sobre el quehacer constructivo de la vida y su historia. Algo estalló. Algo llegado de debajo de la tierra. Del cielo. De la calle. De la alta mar de los viajeros de los días en las calles. En barrios y provincias. Un algo crueldad estalló en el país. Terminó aplastado el paisaje de la democracia renga por el caos desatado por un decreto con la lubricante necesidad y urgencia de favorecer a los de siempre. Aplastante, explícito, el yugo reluciente del poder económico. Hace un año que a una parte de la sociedad la ganan los temblores sucesivos, los que suceden a todo terremoto. A cada día un sacudón. Una encerrona intencionada. El juego educativo. Un golpe explícito a un jubilado. O la obra actuada para la platea que anda entre desesperos tratando de sobrevivir. Millones de viajeros de muy poco se enteran. La batalla cultural. El modelo económico. La teoría de los dos demonios. La reescritura mentida de la historia reciente. Olvido del poema: Memoria Verdad Justicia.

Desde el proceso de reorganización nacional hasta el año de la reconstrucción de la nación -toda una palabrería del mismo poema-, la receta del hambre va en su cuarto acto, algunos escriben con sombra en el país en el que siempre hay lugar para creerse el cuento. Viajeros de a pie dispuestos a votar como si fueran los dueños de la tierra. Y todos fuimos en el regreso después de los distintos terremotos. De aguantar los trapos. De no perder la identidad. De al fin encontrarse en una mientras se da el abrazo con el otro. De perseverar. De resistir. De persistir sobre los temblores que lastiman la tierra y la carnadura de la patria.

En Caucete se rehízo la vida desde los escombros. Bochini sigue dando su pase a la red. Una película de resistencia.

De regreso estuve. Los catorce años ya fueron y, sin embargo, vuelven en el recuerdo del amigo. Siempre se está de regreso. Aunque sea desde la memoria. Hasta la memoria. Siempre. Hasta la memoria que es una victoria.

martes, 14 de enero de 2025

Entre cartones



Es vida. Es la vida. La que se va entre cartones. Entre cartones los días. Entre las calles de la ciudad. En lejanía y silencio. Desde cada noche contenedor adentro. Cerca de esta esquina. A metros de la otra. A rodar, a rodar. Así las ruedas del carro. A rodar la vida. Es la vida entre cartones. La que se va. Contenedor verde. Contenedor negro. Contenedor gris. Con tenedor no se come el cartón que pesa un poco más, que llena un poco más, cuando está mojado por garúa o lágrima.

El cura dice desde la radio. Dice el cartón. Dice el interior de las calles. Dice desde la provincia de Buenos Aires. Desde la ciudad. Dice el cura todo aquello que el viajero atento puede ver en su quehacer de ciudadano. Que puede y que debería saber –caminar a consciencia mientras habita el poema triste de la urbanía- en los tiempos crueles del topo de la motosierra. Dice el cura el precio del cartón. Que se pagaba pesos ciento cincuenta por un kilo de cartón. Que hoy se paga pesos cincuenta. Pesos sesenta por un kilo. Que porque hoy se puede importar cartón. Que entonces el mercado se reacomoda la pilcha asesina para pagar menos al cartonero que junta el cartón. Dice el cura. Sigue dale que dale el cura por la radio. Que cada vez el pueblo todo, las clases sociales todas, la gente toda. Que todas las criaturas de esta tierra, o bueno, casi todas, menos los que la tienen toda en el bolso, consumen menos en los tiempos del topo, el octavo pasajero. Que se come menos, che. Que de todo se compra menos. Que la vida se vive menos. Que los que nada tienen sufren más. Mueren más. Enferman más. Y andan más tristes. Y que cuando la patria -que sigue siendo el otro- es empujada hasta la última mierda en la sima del abismo, y de todo se vende menos, pues menos cartón hay en la calle. En las oscuridades de los contenedores. Dice el cura el cartón verdadero que anda como cosecha con sequía. Pero que esta sequía a nadie importa. El cartón evapora y quema en la calle. El cura que habla por la radio dice de un cartón que no es cartón pintado. Porque en el mientras tanto de estos tiempos crueles, sí, claro, repito, en los tiempos crueles del otrora payaso de tv devenido en topo, es la vida la que se va, la que se va juntando cartones. Es la vida la violentada por la voz impostada del monstruoso secuaz y mandadero del mercado y el poder económico. Es la vida la víctima que sufre aullido y ofensa en el horror vergonzante alumbrado en la encrucijada de Parque Lezama.

Carros y carritos. Hombres de cincuenta, sesenta años. También muchachos. Muchos más los jóvenes que tiran de un carro por calle y avenida. Carro como bote, me digo mientras el cura dice el cartón en la radio, porque como vela al viento, casi siempre, sobresale una caja grande de cartón que va plegada en el carro, el bote, en el viento que sopla sobre el río de cemento. La vela de decir que acá estoy. Que acá soy. Que de acá, de esta sociedad vengo. El botero, el hombre que cartonea, va con bichero a la mano. El bichero es una vara de metal con un doblez en cada extremo. Bichero de enganchar. De traer desde el caos. Desde la noche del descarte. Desde aquello que, para otros, es sobra, fin del día, fin de la historia. El cartonero detiene el carro cerca del cordón, agarra el susodicho bichero, y camina en dirección al contenedor. Por lo general la revisión interior es rápida. Cada vez más. Hay menos cartón dice el cura. Pero a veces hay, nace, un algo suerte. Magia y misterio. Tan es así. Que a veces hasta parece que Dios existe. Así escuché decir o pensar en la calle o la avenida. Y entonces el cartonero busca una madera, un plástico, un algo para trabar la tapa del contenedor que sube y baja, y se abisma -como si nadara desde la cintura- doblado sobre el filo. El bichero que se adelanta y entonces retorna cajas de cartón que habían perdido en su tango una razón de para qué en este mundo que casi todo descarta.

Salgo a caminar el barrio. Me sigue lo dicho por el cura en la radio. Dice. Dijo el cartón. Busco la vereda del sol. Por Garay hasta Avenida La Plata. Y ahí estaba. En movimiento humano. El cartón que dicho fuera por el cura. Atrapados ellos, además, por el semáforo. El viento de la mañana es frío. En remera y pantalón corto. Dos cartoneros.

Cruzan Avenida Garay. Uno conduce el carro. El otro va unos metros adelante. El adelantado marca senda entre los autos y colectivos que vuelan sobre La Plata. También establece la velocidad de avance. El guía camina hacia los contenedores con el bichero en una de sus manos. En el camino levanta alguna que otra caja dejada sobre el tramo de cordón que toca al frente de un comercio. La caja se desarma, se hace cartón, sustancia, apenas sale del contenedor o frente al carro estacionado sobre la avenida.

El carro es grande, amplio y robusto. Pesado. Puro metal. Tramos metálicos y soldadura. Dos ruedas de auto viejo en la parte trasera. Del manubrio de conducción, de sus barras laterales, cuelga la ropa que se encuentra en el camino. En la caja de espacio generoso hay una buena cantidad de grandes cajas ya en su nueva condición de cartón plegado. El carro se mueve. Va frente a las paradas de bondi sobre La Plata, entre Garay y Pavón. Las cajas que carga parecen recién salidas de fábrica. Desarmadas, limpias. Sobre la pila hay una caja negra rectangular de buen tamaño. Quiebra la lógica del paisaje. Permanece armada. Dibujo de una cara de vaca en color rojo. Y el nombre de la marca con letras también rojas: El Ekeko frigorífico. Sin duda, una expresión de deseo y abundancia.

El cartonero que va abriendo senda logra, a buen tranco, una buena pesca de cartón.

Cuelga en la parte trasera del carro, como si fuera una gran bandera, del lado de la calle, una bolsa de grueso material plástico que cumple la función de resguardo del chiquitaje del cartón. Los accesorios del descarte.

Los trabajadores del cartón llevan buen ritmo. Hablan en cada oportunidad. En cada cruce. Cada uno en su puesto, en su quehacer cotidiano.

Cruza el carro por el filo de La Plata y Pavón. Gira a la izquierda en la esquina, y cuando lo permite el semáforo cruza La Plata, y comienza a bajar por Asamblea rumbo a Senillosa. Anda el hombre del bichero. Sigue en la pesca. Acerca cartón fresco al carro detenido cerca de la orilla del cemento. La cuadra se termina y entonces el guía indica doblar hacia la derecha. Hoy casi todo en este mundo parece girar a la derecha. Por Senillosa se avanza lento. Autos estacionados a ambos lados de la calle. Muestra destreza el cartonero que maneja el carro. El caminante va siempre al frente. Dos hombres jóvenes se hacen tinta en esta crónica. Buscadores del sustento diario. Sobrevivientes haciendo la ciudad que descarta. Que expulsa.

La esquina de Senillosa y Estrada me llama desde otro destino dentro de las buenas memorias. Vuelvo. Quisiera volver a ciertas mañanas del barrio. Paseos soñados en un tiempo pasado, apenas ayer. Así andaba, de repente ensoñado, cuando la voz del cura dice, dijo, vuelve a decir, el cartón en la mañana de la radio. Que el cartón que quema en la calle no es cartón pintado. Que las vidas no son bosquejos sin importancia sobre cartón pintado. Que la vida no debe ser un juego donde hay más posibilidades a la mano del hombre cruel. Que la vida no debe parecer ni debe ser una trampa. El cura decía de la vida. Decía el cartón y sus aledaños. El cura decía en la radio que hace una eternidad que los hombres viven revolviendo la basura. Y en la basura vive el cartón que sirve para vender por kilo en el mercado, el animal salvaje que decreta que hoy, sí, a vos, hombre que vive de juntar cartón, te lo voy a pagar menos. Porque el mercado manda. Sucede, está sucediendo ahora mismo, que es cuando el mercado se afloja y respira mejor. Porque, lo dicho, ahora entra al país cartón importado, y si es importado, ya deberíamos saberlo, es mejor y más barato. Entonces así te roban. Que es la vida, dijo el cura, la que se va mientras en los días se anda tras el rastro del cartón. Que hay cajas, es sabido, vacías de televisores, de botellas de vino, de empanadas y pizzas, de tortas, y también las hay bien chiquitas donde viene el saquito de mate cocido por veinticinco unidades. Que muy bien este mundo está guionado por sus dueños. Y es más, puede estar pensado como simulacro, como escenario de obra de teatro con paisaje todo trabajado en cartón. Dijo el cura el cartón en la radio. Dijo la desesperación. Dijo el hambre, la injusticia. Dijo el robo al viejo, a la mujer. En el barrio. Entre pobres. Dijo las desesperaciones varias en la barriada, en los comedores cuando la comida no llega o no alcanza. La comida es como el cartón. Hay menos en estos tiempos crueles del topo. En la calle hay menos cartón dijo el cura, por eso, por quién se queda con el cartón se pelean los muchachos. El cartón quema dijo el cura en la radio. Es que la desesperación es la que quema primero. Y es que la primera sangre, la que siempre derrama el sistema, el mercado, es la que primero ofende, violenta y mata.

domingo, 8 de diciembre de 2024

Hospital Álvarez



Había una vez un hombre mayor que se vio obligado a subir -por demasía de dolores en torno a la huesería y el aparataje pulposo que a ella viene asociado- a un 134. Bondi por Avenida Juan de Garay. Viaje con destino de hospital Álvarez. De Boedo a Flores. El hombre lleva la tarjeta sube en la mano. Nada más. Pero va cargado -los presiente, los adivina, los escribe y describe- con una comunidad de conejos. A esta altura los síntomas mutaron a presencias más o menos juguetonas. Sea en la mancha o en la escondida. ¿Síntoma está?, vos así y vos asá. Piedra libre. Está. Hoy están -como el lobo o el topo- y quizá mañana parezca que no –pero sólo parece-, y entonces vuelta al escenario. A través del hueco, del túnel, del agujero de gusano en la manzana roja de cada día, el síntoma regresa. El síntoma salta. Es cuando deviene conejo. Así le ocurre a este hombre mayor que sube, desde la plena urbanía de su Buenos Aires, al colectivo. No va solo. Acompañado va por los conejos que bien supo conseguir durante la vida. El hombre escribe, desde que tiene memoria, su novela propia. Y para ello se da cuenta de que necesita saber los nombres de los conejos aparecidos. Viaja en la mañana hacia el hospital Álvarez del barrio de Flores. No va solo. Porta una comunidad de conejos en su sangre.

Todos los viajeros todos en el 134. Cierto nerviosismo en el hombre mayor. Cuando alguno de los conejos se pasa de alborotado, empieza en su misterio interior a aparecer un algo nube, una tibia neblina de Riachuelo –todos llevamos uno-, que lo hace lento de pensamientos, lento de movimientos –salvo su brazo y pierna derecha que no paran de temblar-, y lenta se hace su manera de discernir entre la realidad y un temor que -lo dicho- nubla. Una neblina cruda como mortaja deshilachada. En un momento implora al Dios que no tiene, que pronto pasen los trenes y se levanten las barreras que mantiene atrapado el bondi donde tanto viajero trata de hacer la sufrida vida en los tiempos crueles del topo. Caras de cansancio. Nadie ríe. La mayoría poseídos por las lucecitas de los dispositivos móviles. Cableado el aparato al cerebro. Nadie habla. Nadie mira. Una comunidad de ausentes. El hombre mayor baja del bondi sobre la vereda del hospital. Al fin respira. Llegó como llegará en tantas otras veces. Un universo complejo crecerá a lo largo de sus días de hospital.

Aprenderá a reconocer ciertas referencias en el paisaje general. Ciertos momentos en la mecánica de los días dejarán recuerdos imborrables en su memoria. Sabrá de la fila silenciosa de viajeros con salud afectada sobre la vereda del frente del hospital. Inmersa todavía en la oscuridad de la noche. Cinco de la mañana. Final del invierno. En silencio. Una cuadra y media. Tan oscura la calle. Hay viejos. Hay jóvenes. Madres con su bebé en brazos. Así la imagen de la espera hasta las siete. Hora de apertura del hospital. Los habitantes de la fila aguardan para sacar turnos médicos. El momento de la apertura adquiere giro de ruleta. Asoma una mujer de seguridad e informa a los necesitados qué turnos no hay que pedir. Porque ya no. Sin explicaciones. Ya no. La mujer sentencia: Vengan mañana. La fila avanza lenta. Pasa al lado de las escaleras de la entrada, por el pasillo de la derecha. A la izquierda de la escalera ya está dispuesta la sombrilla azul y blanca bajo la que inicia la jornada el vendedor de churros. El hombre mayor considera, como injusticia o falla grave, la incertidumbre alrededor de aquellos turnos que quedan fuera del juego del día. Cómo es que no hay una manera de informarse cuándo sí es lógico venir a pararse en la puerta del hospital a las cinco de la mañana. Masticaba la bronca al mismo tiempo que empezaba a ser atendido por todo el personal del Álvarez.

Fue con sus conejos a clínica médica. De a uno los fue narrando a la doctora. Una muchacha joven y atenta. Una trabajadora a consciencia. Ella le tomó la presión. El hombre mayor se sentía rodeado por la neblina. Los números indicaron el techo donde rebotaría la tapa de cilindros de no ser controlada la presión. La doctora le dio una pastilla. Urgente. Taza con agua y a bodega. La atención recibida estuvo cerca de durar una hora. Dijo sus conejos mientras un extenso interrogatorio iba bosquejando historia y actualidad. Por qué no vino antes, fue la pregunta. No tenía intenciones de durar tanto, quise ahorrarme las molestias. Las órdenes para estudios se fueron sumando: tomografía, laboratorio completo, neurólogo, y otras. La doctora le dio pastillas para la presión. Muestras gratis. Una por día. Dijo ella que la viera en dos semanas. Que viniera sin turno a buscar más medicamento. Se dieron la mano. El hombre mayor salió del consultorio con el ramo de órdenes. Órdenes que lo llevaron a conocer la sustancia de la fila tempranera de la vereda del hospital, y a conocer el paisaje interno del Álvarez. Amplio. Con una gran nave central. Y en un afuera de calles la existencia de varios pabellones de planta baja y primer piso. Algunos jardines y plazas mínimas. Escaleras y rampas. Una ciudad. Viajeros en tránsito por todas partes.

El hombre mayor nunca había viajado en el interior de un tomógrafo. Giros existe un cielo y un estado de coma cantaría el poeta. Previo al viaje le colocaron una válvula plástica en una vena del brazo izquierdo. Por ella entraría la pintura de contraste que delata la presencia de conejos. Después la neuróloga mandaría también una resonancia de cerebro. Metió gritos de metal en su cabeza. El hombre mayor llevaba una máscara plástica que por suerte no era la de la muerte roja, y auriculares colocados por donde escuchó Clapton y Sting, entre otros, mientras arreciaban las ralladuras del metal.

Volvió a ver a la doctora clínica. Otra vez lo atendió como si se tratara de un ser humano. Le tomó la presión. La medicación funcionaba. Una pastilla todos los días. En neurología, la primera vez, entre jóvenes residentes, ordenaba un muchacho. Muy atento. Un análisis que duró poco más de media hora. Movimientos varios. Ejercicios para ver qué tipo de conejo se manifestaba. Ordenó medicamento. Una doctora se encargó de darle la cantidad necesaria para iniciar el tratamiento. Muestras gratis. Una gran ayuda. El hombre mayor no tiene ninguna cobertura médica. No tiene dinero para comprar remedios. Apenas una changa en el mientras tanto de la cadena de la motosierra del topo. El hombre mayor trata de pensar en todas las personas que trabajan en el hospital, y con las que, por distintas razones -los hay administrativos, enfermeros, personal de limpieza, de seguridad, médicos, técnicos, etc.-, tuvo que interactuar durante sus largas travesías para ser atendido. De todo el personal recibió buena atención y respeto. Desde la mujer que inicia el trámite para la tomografía y la resonancia. Desde el hombre que da turnos en el laboratorio. Desde la mujer que hace la extracción de la sangre y, de paso, también de la piedra de la locura en estos tiempos salvajes. El hombre mayor está agradecido al personal del hospital Álvarez.

Se sienta en un banco de madera. Bajo un árbol. Una placita en el hospital. Entre pabellones. Un muchacho toma mate sentado en una escalera de mármol. Está triste. Una monja le está hablando. Una madre cambia el pañal de su bebé sobre otro banco. El hombre mayor piensa en tantas imágenes nacidas en su travesía de hospital. Sabiendo que él mismo es una imagen. Recuerda cómo andaba entre turnos mientras aún vivía en medio de la neblina. Antes de que el medicamento del neurólogo empezara a hacer efecto. A lo largo de la vida aprendió a ver al otro. A comprender la existencia. Es el hospital una buena muestra de por dónde anda la sociedad. La pobreza está a la vista. Tanta mirada triste. Apagada. Hay quien lleva una vida de injusticias, y sigue esperando, sin chistar, a que le toque. Afuera y dentro del hospital. Sobrevivientes. Hay los que andan cargados con aires de no me importa nada, y entonces tratan de ventajear un lugar en la fila al que no chista, su hermano en la sufrida espera. La ropa y las maneras ponen en evidencia de dónde se viene. En los tiempos crueles del topo, muchos que tenían cobertura médica privada habitan el hospital público. En el Álvarez las esperas son largas. Un remolino de pueblo es la espera en el laboratorio. En las filas queda a la vista esa procedencia, un recién llegado que no está acostumbrado a esperar, que todavía sueña con el trato especial. Los vende la pilcha aún nueva, la postura corporal. Aún duele la caída y la bronca. Entonces la búsqueda ansiosa de la ventaja, el intersticio por donde descontar los derechos del otro. Individualidad y desespero.

Piensa sentado en el banco de madera. Bajo un árbol. El hombre mayor piensa. Agradecido por el trato recibido, más allá de las imperfecciones. Pasan los turnos y ya sabe algo más sobre el nombre de los conejos que habitan su cuerpería. Sucedidos, imágenes, anota el hombre mayor en la novela propia. 

jueves, 7 de noviembre de 2024

Esquina en rojo

La muerte del violín de Rolando Lois (óleo)

 

En el principio fue el hombre. Y su instrumento. La manera que buscaba dar su voz. Y punto seguido -en esta tinta que inicio- fue pensar en el circo de la crueldad. Carpa cielo de un topo presidente que mal nubla los tiempos presentes.

Fue en la primera de las apariciones del después que, de repente, volví a ver un óleo pintado por mi padre. Cerré los ojos y ahí estaba. Al tener este cuadro una presencia recurrente a través de los años, trabajé su esencia -hace un tiempo ya- en una brevedad. Una brevedad es el intento de fijar una sensación, una memoria, un sucedido, con una escritura a mitad de camino entre la prosa y el poema. En un libro duerme Violín, esta brevedad aparecida después de ver a un hombre que resistía mientras buscaba dar su voz:

 

cada uno en su estante / mi padre y yo / en el aire dice la voz lejana de un violín // habito la luz de mi noche / en el cementerio / que ayer pintó mi padre / y pintó con destino de entierro / profunda tumba en el óleo / el violín del demoníaco Paganini / en el barrio se sabe que muerto fue por estremecido // no todos los días / se entierra un violín en un cementerio de provincia / desde mi estante / veo el cuadro sobre el caballete // guardó mi padre el esqueleto del viejo violín / cuelga del techo del galpón / el cuerpo desnudo del modelo // dio función de ceremonia a sus propios demonios / enterrados ellos bajo materia de óleo apagado / el sueño del color en el violín en los libros / en la pintura flores como luciérnagas / violín sobre mortaja abierta / mientras desde el fondo del cielo avanza / la oscuridad del cementerio que no quiso para él // sus cenizas en un estante / del galpón que habito / y única la flor de ciruelo rojo en el cielo

 

Mi padre pintó alguna vez en su vida La muerte del violín. A su vez Alfredo Zitarrosa escribió y cantó El violín de Becho: Becho toca el violín en la orquesta / Cara de chiquilín sin maestra / Y la orquesta no sirve no tiene / Más que un solo violín que le duele / (…) Mariposa marrón de madera / Niño violín que se desespera (…). Como Homero Manzi escribió Viejo ciego: Con un lazarillo llegás por las noches / trayendo las quejas del viejo violín, / y en medio del humo / parece un fantoche / tu rara silueta / de flaco rocín. / Puntual parroquiano tan viejo y tan ciego, / al ir destrenzando tu eterna canción, / ponés en las almas / recuerdos añejos / y un poco de pena mezclás al alcohol. / (…) A ver, viejo ciego, / tocá un tango lerdo / muy lerdo y muy triste / que quiero llorar.

Cada uno así en su laborar. Cada cual en su intento de vida. En su manera de buscar dar la voz. Pintar. Cantar. Escribir. Resistir. En el principio siempre está el hombre. Y está el otro, la patria. Y estamos todos. (…) Vivimos revolcados en un merengue / Y en un mismo lodo todos manoseados (…) escribió Discépolo en Cambalache. Revolcados y manoseados entre el viento fule de estos tiempos oscuros. En La última curda Cátulo Castillo anotó: (…) ¡Ya sé, no me digás! ¡Tenés razón! / La vida es una herida absurda, / y es todo tan fugaz / que es una curda, ¡nada más! / Mi confesión. (…).

Un hombre flaco y alto aluniza sobre los adoquines de la esquina. Se separa del cordón de la vereda. Como si fuera viajero, que lo es, mas no de otro mundo, sino de éste, el mundo que cubre la carpa del circo donde acecha el topo malvado. Resiste el hombre contra los demonios libertarios cual desgarbado Erich Zann. Camina sobre granito. En la calle. Tan resistente la materia oscura que golpea y astilla una parte de la historia. Tanta la fragilidad de las criaturas. Es todo tan fugaz. Un tango. Tres minutos. Una curda. Una herida absurda. Tres. Cuatro pasos hasta el medio de la calle. La esquina se funda escenario. En escena un hombre de cincuenta y pico de años. Morocho. Pelo aún oscuro. Algo raleada la azotea. Cuatro autos detenidos frente al escenario. Semáforo en rojo. Algunos viajeros cruzan la calle aprovechando la presencia del muñequito en blanco. Ninguno de los viajeros repara en el hombre que está sobre el escenario. El que busca dar su voz. Así queda presentada esta esquina en rojo. Una fragilidad en la ciudad. Una fugacidad en la ciudad. Un sucedido de urbanía. Suceder que se guarda en mi memoria.

Un instrumento de cuerda despierta en un lugar de Flores. Violín al mediodía. Un barquito. Pequeña su caja de resonancia. Cuatro cuerdas sobre el mástil. Las frota un arco. Las pellizca una mano. Siempre que sale el sol. Esquina con violín. Desde violino su nombre. Una viola pequeña. Una mariposa pequeña. Vuela música desde cuerda, caja y madera. En una esquina del barrio de Flores. A días de la primavera.

Lleva violín el violinista del escenario. Eleva el barrilete. Media bomba. Media estrella. Caricia. Caricias entre hombre e instrumento. El hombre lleva el arco hasta el cielo de lo humano. Una vara fina con un apenas de curvatura. Tensa y aguda la luz que amanece de la crin animal o la cinta vinílica. Gira el tornillo. Aprieta o distiende. Vuela la música. El hombre camina entre los autos. Quizás alguna ventanilla esté baja. Tal vez. Avanza hasta casi tocar el ventanal dispuesto delante de mi asiento ubicado a escasos metros del escenario. El hombre. El violinista sabe que el muñequito rojo que vive en el recuadro del semáforo titila y avisa. El violinista abandona la escena doblando hacia mi izquierda. Terminó su pase ínfimo de mago. Impromptu de encrucijada urbana. Veo que sube sobre el cordón. Que camina por el cordón haciendo equilibrio. Va de regreso hacia la esquina. Unos pocos metros.

Fragilidad. Fugacidad. Así de continua la herida absurda.

Dentro del mediodía donde reside el sucedido, algo se ralentiza. Un algo misterio interviene y respira dentro del silencio que me rodea. Y el que nos rodea. Una lentitud para ver mejor los detalles de la escena.

Desde la altura de observatorio estelar que me provee estar sentado en un asiento alto dentro del bondi, percibo una claridad en la respiración del paisaje. Fue después de haber tenido la seguridad de que el bondinero que guiaba la nave no había siquiera reparado en el violinista. En el hombre que buscaba dar su voz.  El hombre que no pude escuchar –bondi envasado al vacío-, pero que sí pude observar en su quehacer.

A mi izquierda. A través de la ventanilla. Sobre la vereda. Casi en el mismo lugar donde el violinista volvió al cordón, hay una mujer joven que sonríe. Mira atenta hacia la esquina. El violinista va de regreso a la encrucijada. Del brazo metálico que sostiene el bloque que contiene los muñequitos del semáforo, cuelga, hay enganchada una mochila gastada. Pero la esquina a la que regresa el violinista es bien distinta a la que dejó un momento antes.

Esquina barrio. Esquina refugio. Esquina identidad. Esquina resistencia. Esquina ojalá.

En la esquina hay una presencia. Espera un pibito de unos ocho años. Campera azul. Pelo corto. Mirada atenta hacia la madre que aguarda sobre la misma vereda. Mirada atenta al hombre violinista que retorna. Pibito que ve y escucha. Hombre y pibito que se acercan. Dos billetes de cien pesos flamean en el viento del mediodía. Los sostiene el pibito entre los dedos de su mano derecha. El brazo y la mano toman vuelo para dar. Hombre violinista que curva su altura y toma la ofrenda. Pibito que corre hacia mamá. La posibilidad de guardar la sensación de haber sido bueno, cuando mañana siga siendo pibito en la memoria. Pibito en poema humano dentro de una música futura.

El hombre violinista a quien no pude escuchar, pero si ver, guardó el par de billetes en un bolsillo de su pantalón. Volvió a las caricias con el violín. Mientras pasan autos y se mueve este mi bondi que exige escritura. El hombre violinista dice mientras la esquina solidaridad lo contiene. Ofrenda su música desde el barrio. Busca dar su voz hasta que despunte otra vez el rojo en el semáforo. Hasta que vuelva a ser viajero en este mundo de circo cruel. Que apriete la mano los mangos para el sustento diario.

Dar la voz. Decir los derechos. Dar una música para todos.