Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.
















Edgardo Lois x Alejandro Lois

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

miércoles, 8 de octubre de 2025

No hay muertos en las calles



Había una vez, en la patria, había una y otra vez, un payaso mal alumbrado.

Es mentira que haya trabajadores y jubilados que no llegan a fin de mes. Es mentira. Que en tantos dólares aumentó el dinero que reciben los jubilados. Que tantísimos dólares aumentaron los sueldos. Es mentira porque si no fuera la verdad habría que caminar por calles y avenidas llenas de cadáveres. El payaso desconoce que no llegar a fin de mes no significa la muerte.

Sí, significa sufrimiento.

Es mentira. Repite. Es mentira. La ausencia del cadáver dice de la verdad absoluta que plantea el payaso. Esa su prueba. Se conforma con poco el susodicho payaso. No. No hay muertos en los barrios. Apenas unos cuantos “fisura” viviendo en el bajo autopista, bajo las ochavas con techo, tras las parecitas buscando refugio. Fisura es aquel que vive en la calle. Verdad acuñada por otro pensador libertario. Habrá fisura. Muertos no hay. Un payaso de poco contemplar su aldea. Imposible que su palabra sea certera.

No sabe el payaso que el pobre tarda en morir. Se le da por resistir la parada. Un pobre ayuda a otro. Se abraza a la patria que sigue siendo el otro.

La sociedad es la que permite la existencia del payaso. Cría payasos y pronto sabrás. En el viento malsano que se lleva puesta la posibilidad de seguir el hilo de los argumentos, el mensaje del payaso mal alumbrado y sus secuaces se escucha claro. Un racimo de desesperaciones varias tapa la boca, embarulla el pensamiento. Una manera de vivir dentro de un banco de niebla infinito. Es el fin de los argumentos. Silenciadas las almas, las patrias internas, los intereses de la vida. Son minoría aquellos que saben qué es lo que está pasando en el paisaje. Cuál es el nombre de cada jugada. Cuál la motivación última de la movida. Preguntar para qué, preguntar a quién beneficia hasta conocer el porqué.

En esta sociedad donde medra el payaso ha quedado establecido que los miércoles es día de reprimir jubilados y, junto a los viejos, a todo aquel que se acerque a apoyarlos. Meta palo y a la bolsa. Gas lacrimógeno. Gas pimienta. Bota. Palo. Escudo. Sonrisa. Burla. Este es mi trabajo. Uno más. Un trabajo como cualquier otro. Doy palizas los miércoles. O el día que mejor le venga a la Doña. Y sin embargo, los jubilados siguen asistiendo a la plaza para exigir una mejor jubilación. Que les devuelvan los remedios que recibían sin costo. Que los remedios que haya que comprar tengan descuento. Que devuelva el payaso los remedios oncológicos que el Estado cubría hasta que llegó su gobierno. Que diga el payaso, uno por uno, los nombres de aquellos que ya se llevó el cáncer por falta de la medicación.

En la plaza del Congreso se colocan las vallas. Después del veto del payaso a la emergencia votada en el Congreso en el tema de la discapacidad, las fieras de las fuerzas de seguridad esperan ansiosas la oportunidad de meter y meter palo sobre los ciudadanos. No importó tanta silla de ruedas, tanta familia pidiendo por favor. No era miércoles, pero igual hubo palos.

Algunos no están avisados. No entienden. No les importa. Solo andan la ciudad pensando en un próximo hallazgo. Los ciudadanos buscando el tercer trabajo para aguantar en la vida. Mientras tanto sucede, por ejemplo, la vida del cartonero sobre la urbana novela. Son ellos los que bucean en los contenedores con el bichero a la mano. Vale el cartón, la comida que todavía se deja transitar, un juguete roto, pequeños muebles. El cartonero ensaya entonces la pesca colgado desde la cintura. Medio cuerpo afuera. Medio cuerpo adentro del contenedor. A veces el recolector de los sobrantes del mundo, de las rebarbas de la vida y su mientras tanto, se dejan caer dentro del ataúd. A regresar objetos a la vida. Así los ejercicios de los cartoneros para intentar aguantar unos días más camino hacia fin de mes. Vuela el colibrí entre dos mundos.

Pero ocurrió que los Ellos, los administradores de la ciudad, aumentaron las disposiciones represivas. El payaso festeja. La ciudad autónoma juega duro. La orden fue emitida. Ellos dicen. Ellos mandan. Prohibido está hurgar la basura buscando el sustento. Nada de bucear contenedores. Vía libre tendrá el policía que descubra, en pleno acto delictivo, a un muchacho tratando de dar con su sustento. Multa o cárcel. Al mismo tiempo que se informaba esta nueva, se efectuaban allanamientos sobre algunas instalaciones permitidas para el laborar de los cartoneros. Bases de acopio para lo hallado. Lugares por donde pasaban los camiones que se llevaban las bolsas llenas de aquello que había sobrado en el día. Lugares para dejar los carritos y carros hasta la siguiente mañana. Entonces sucede la llegada de muchos policías con topadoras y camiones. Y con ganas de destruir, de tirar abajo un mundo establecido.

Parece no haber tiempo para sobrevivientes. Deben ser rápidamente desaparecidos de los lugares. Al tiempo que se achican escuelas, hospitales, comedores, refugios. Sucede la desaparición, mientras se compran y venden las figuritas doble faz que se ofrecen en el Congreso. Es cierto. No todos. Pero alcanza la cantidad de figuritas para jugar a la tapadita. Y entonces se juega. Hace, hizo escuela el payaso. Nada como la tierra argentina con dueño para que crezca toda clase de dibujo mal animado. Todos los acechantes hablan y hacen discurso con las barbaridades insostenibles que escuchan de boca de su líder. Mientras el horror sucede aplauden los dueños de la criatura. El aplauso primero viene desde la embajada del norte. Esos que años atrás se preocupaban de esconder o al menos disimular sus intenciones, y que ahora las gritan a los cuatro vientos. Que ojito con los negocios con China. Ojito a las provincias. Que cada una recibirá la visita. Que ojo con la prisionera de San José 1111. Que cumpla la condena. Que no salga ni al balcón. Después sigue el aplauso de los dueños del poder económico. Empresarios de variopinto pelaje con los cubiertos en la mano. Aplausos para el sátrapa. El arte de disfrutar del insulto mientras dura la mascarada. Que estos muchachos paguen menos. Las retenciones serán para los que tienen que desaparecer. El payaso mal alumbrado procede. Golpea. Grita. Se burla. Insulta.

Desde el mundo cripto avisa que él es muy payaso. Porque es varios. Muchos. Un puñado. Que fue uno para las fotos con los organizadores de la criptomoneda contaminada. Uno para promover. Otro para publicitar. Un mundo extraño el cripto, donde se puede estar formando parte, y a la vez no existir. Tener nombres varios. Cuentas varias. El poder económico los ubica a ambos lados del mostrador. Soy muchos podría decir el payaso. Soy muchos intereses.

El payaso vende humo desde los pastizales que acompañan las rutas del poder económico. Meta fuego a los que sobran en un país que sojuzga. Meta fuego a los que no piensan como él. Odiados sean todos los periodistas que no están a su servicio.

Hoy caminaba este cronista por los pasillos de un hospital. Tan desesperadamente real es hoy un hospital. El pueblo buscando atención médica. Haciendo fila. Ocupando las salas de espera. Esperando a que pronuncien su apellido. La voz que sale de una ventana. Se trata de entrega de medicación psiquiátrica. Cada mes se repiten los nombres. Las cantidades. Las presencias. Frente a la ventana había caras de pueblo cansado, sufrido. Expresiones corridas de una cierta lógica. Ansiosos. Extraviados. Era verdad. Es verdad cada vez que camino, como uno más, los pasillos del hospital. Un paisaje cercano para el pueblo necesitado. Y tan lejano para el payaso. No dan premio por saber de qué se trata la vida. El payaso es una especie de criatura proveniente de otro planeta. Una máquina que solo se ocupa de sus propios engranajes. De las órdenes que le han cargado en la memoria.

Pienso en la foto de los cascarudos de buzo violeta. Juntos para provocar a quienes sostienen la memoria, a los que intentan vivir en democracia. Se leía en el cartel desplegado Nunca más. En la tipografía indicada para ofender. Nunca más se leía en la tapa del libro.

Es mentira. No hay muertos en las calles. Es mentira que el trabajador no llega a fin de mes. Es mentira.

Queda sí el sufrimiento. Queda el dolor del mientras tanto. 

miércoles, 24 de septiembre de 2025

¡Y flota!


 

¡Y flota! Dice a cámara el grupo de amanuenses en el estudio de radio tv del periodista amigo.

Y todos ríen después de la consigna. Felicidad en el coro.

Y me digo que flota. La mierda flota. Desde pibito sé que la mierda, por lo general, flota. Pero hay distintos tipos de mierda. También aprendí que está la mierda que se hunde para enterrarse en el fondo. Está la que se lleva el río de la historia. Está la mierda que no deja rastro.

No te la pierdas, campeón.

La mierda tiene sus hacedores. Sus campeones.

Es en el mercado donde se consigue mierda de la mejor. Sólo para entendidos. Hay que estar atento a los avisos. A los gurúes y los amigos bien informados. Ahora cargar el chango. Ora a descargarlo con precisión. Es como un juego cruel, asesino. Para campeones. Para aquellos que saben de leer las señales en el susodicho mercado.

El payaso es uno de los que ejecuta las órdenes. En todo lugar se establece un vertedero de mierda. Una maquinaria salvaje ha sido puesta en funcionamiento. La mierda derrama sobre la atención de los discapacitados, el dinero que recibían del Estado, los remedios, los servicios especiales que necesitan a diario, la humana atención. El payaso corta toda la operatoria. Sale al grito de auditoría ya que nunca nadie hará. Se burla en uno de sus escenarios: (…) Están molestos porque les estamos afanando los choreos (…). Ella está afanando los choreos. Nosotros estamos afanando los choreos. El payaso se dice encima. Cada vez más sucio.

El payaso sale de caravana proselitista por las calles de la provincia de Buenos Aires. Vuela alguna piedra. Algo de brócoli (a pesar del precio). Vuelan insultos hacia la caravana. Y desde la susodicha serpiente viajera, el mismísimo payaso, grita, desaforado, rabioso, tan formado en el odio, aúlla señalando a la contra. El payaso grita a viva voz una especie de mantra con filo a fondo blanco: Negros de mierda. Así dijo el payaso presidente.

Flota la mierda en esta sociedad. Una sociedad con crecimiento interesado. Llamame dólar, vento, guita, paco, mango, peso, moneda, biyuya. A discreción la manera de nombrar el dinero. El dios dinero. Y en esta religión importa ubicarse entre los que más lleno tienen el bolsillo, y la cuenta bancaria que llevan dentro o fuera del país. Estos tenedores de riqueza son los menos en el paisaje. Existe una cúpula del poder económico. Existe el empresario al que solo le interesa el negocio con otro empresario. Existe el ciudadano al que solo le importa su destino, ante todo, monetario. Día y noche tratando de pelechar riqueza por las buenas o por las malas sin que le preocupe la suerte del prójimo. Hay un poder, en esta sociedad de círculo rojo, que quiere quedarse con todas fichas del juego. Y para ello necesita ciertas reglas y ciertos empleados. Para que se ocupen del trabajo sucio que significa sacarle la riqueza a la mayoría para su mejor suerte millonaria, porque ellos los dueños del circo. Y entonces entra en escena el payaso y su odio. Y así flota esa manera de mierda de vivir detrás de la guita. No hay límite moral en el aplicado quehacer. Nada que haga ruido conciencia adentro. Qué es lo que hay que hacer. Muy fácil. Aplastar la posibilidad de vida del otro. Quedarse con la porción de riqueza que corresponde al hermano.

El payaso va siempre más allá. No es un simple empleado administrativo del poder económico. No es uno más. Está comprometido con su accionar. El payaso es un ejecutor, un asesino. Ejecuta pensiones de discapacitados, medicamentos para tratamientos oncológicos, veta el aumento para los jubilados. Lleva sangre en sus manos. El payaso flota. Es cruel. Sádico. Una fría pulsión de destrucción. Y si es capaz de alguna emoción, el deseo enfermo que lo lleva a un único disfrute está en la humillación del otro.

¡Y flota! El payaso flota. Sobre la labor en el Congreso. Desde el principio de su mandato le dio la espalda. Primero salió de compras entre las góndolas, y consiguió ofertas varias en diputados y senadores. Mientras ciertos gobernadores jugaban ronda en el bosque esperando para negociar con el payaso lobo. Flota sobre la ley y entra en el juego del veto. Y espera a ver si le devuelven la pelota. De puro curioso. No está dispuesto a acatar ninguna ley que no esté en la lista de los mandados que le marcan los dueños. Las víctimas, algunas, van al poder judicial con su reclamo. El payaso no tiene pensado cumplir con lo que manda, si es que tal milagro se manifestara, la doña justicia de manos compradas.

¡Y flota! Siempre flota sobre la sociedad la sombra del imperio del norte. Vigilantes del mundo que contiene la riqueza que a ellos les va a hacer falta. El payaso sostiene su fe de cipayo. Siempre listo para lo que la corporación guste mandar. 

¡Y flota! Hay dolor y sufrimiento en el mientras tanto. La actividad comercial está en baja. Cada mes se compran menos alimentos. Cada vez hay más personas que no disponen de los medicamentos necesarios para seguir en la huella. Aumenta el número de personas que viven en las calles. Aumenta el número de cartoneros. Cada vez más personas esperando una posibilidad para comer. Están ahí, a la vista, habitantes de las calles donde recibieron una vianda. Se alimentan en solitario sentados en alguna vereda. 

Mientras flota en el remolino de estos tiempos, el ciudadano debe ofrendar su vida al sistema. No es justo. Es la única opción para sobrevivir. Tener dos o tres trabajos. Trabajar el día entero. Las bondades del reparto de pedidos a domicilio está a la mano.

Y si flota como flota la mierda en esta sociedad no digas que son todos iguales. No digas que siempre fue así. Si el payaso pudo sacarle los remedios gratis que Pami le entregaba a tu mamá, es porque antes hubo alguien que pensó en la necesidad de tu mamá. No hay que olvidar quién le sacó los remedios.

Y si flota no digas que tal vez le falte más tiempo. No hay tiempo para regalar el voto otra vez. En política no son todos iguales. No digas que siempre fue así. Es cuestión de revisar con atención la historia que tramaron los asesinos desde los tiempos primeros de la patria.

Y flota también la represión en las calles. Para todo aquel que se manifieste en contra. Para todo aquel que escriba o hable en contra, sea crítico, o denuncie a los operadores de la corrupción. Hay palos a disposición y operaciones mentirosas combinadas en el poder judicial con jueces y fiscales a la carta. Y entonces hay mierda para mantener la educación. Y mierda para atender la salud. Así como también el cierre de pequeñas fábricas. Así la soledad del desempleado. Así la suspensión de personal en grandes empresas. Así los despidos en el Estado.

¡Y flota! Mientras todo este universo sucede, flota el brazo ejecutor del payaso que lleva motosierra. El payaso promete más sufrimiento. Y eso lo excita. No le preocupa que para millones de seres humanos la esperanza sea una palabra vacía.

No te la pierdas, campeón.

La mierda tiene sus hacedores. Sus campeones.

¡Y flota! Flota entre las bandas de flotación. Que el piso. Que el techo. Los dueños de nuestro mundo diseñan la noche triste del pueblo.

Los que se oponen al quehacer asesino del payaso, resisten desde distintas actividades. Urgidos por una esperanza que cuesta mantener de pie, que cuesta alimentar con un sentido sanador.

 Pienso en el hombre joven de treinta y ocho años, repartidor de comida por aplicación. Los políticos son todos iguales, decía. Ojalá haya escuchado que no es lo mismo el payaso que le sacó los remedios gratis a su madre -no, no es igual- que aquel que pensó en entregarlo gratis.

Pienso, y sé muy bien que flota, la mierda flota, el payaso flota, y que casi todos los que miran a la pantalla, flotan dando forma clara al enemigo. La tristeza de que tantos tengan el convencimiento que cada uno se arregla solo.

domingo, 14 de septiembre de 2025

Colisión


 

La colisión sucedió. Una colisión sucedió. La colisión sucedió en la mañana. Una colisión sucedió en la mañana. Sucedió ella en la mañana. La colisión, dice la periodista desde la radio, sucedió en la cercanía de tal estación de ferrocarril. Se dan hipótesis sobre la demora en el restablecimiento del servicio. No hay otra información.

Una colisión es el choque de dos cuerpos.

Una colisión como al descuido sucedió, cuando yo era muchachito, en la barrera de la estación Martín Coronado del ferrocarril Urquiza. El conductor apurado. Las barreras bajas. El auto adelanta la trompa. Llega el tren. Un poquito para adelante y algo metal del auto se engancha en otro algo metal del tren. El tren es arrastre. Estrella el auto contra la punta de la estación. El auto es pura llama. Nadie alcanza a salir. Los viajeros que, sobre la estación, esperaban la llegada del tren que los debía llevar a Federico Lacroze, son testigos de las consecuencias de la colisión.

Aún me veo caminando hacia la estación de Villa Bosch. Antes de la estación vecina había un paso a nivel sin barreras. El primer vagón del tren estaba en llamas. Había sido fuerte la colisión con el Fiat 600 que ardía a un costado de las vías. A medida que me acercaba al lugar podía ver más detalles. Un cuerpo tirado en la vía. Tapado con una lona. Aún veo el pie que la lona dejaba al descubierto. Media marrón y sin calzado. Una colisión. Otra más. Había colisiones y para los pibes del barrio ir a ver era un juego. Chocó el tren. Y entonces uno preguntaba contra qué chocó el susodicho tren. Había que saber y ver. El título era que había chocado el tren. Distinto era cuando se trataba de un suicidado. El título era que se había tirado uno.

Salir de casa como todos los días. Pero no. Cómo será dar el primer paso. Es un día distinto. Será paso o saltito corto para cambiar la senda. Quién puede adivinarlo. Un salto hasta el cielo desde una rayuela dibujada en la vereda, como cuando era pibe. Por última vez fue el desayuno con lo poco que había en la casa. Una taza con mate cocido. Acomodarse el abrigo, que el frío sea a su debido tiempo. Caminar por el pasto y los yuyos del costado. Las vías sobre el terraplén, en su altura. Ni muy cerca. Ni muy lejos de la estación. Subir hasta los durmientes y los rieles, desde el caminito que corre a la par de las vías que llegan hasta Federico Lacroze, desde la esquina siempre libre de curiosos en el otro lado de las vías que llevan hasta la zona de Campo de Mayo, desde el triangulito que los decididos elegían como escondite previo al paso del tren llevador. Eran. Fueron más hombres que mujeres. Vecinos de los alrededores de la estación. Mejor que sea cerca de casa. Una vida no se descuenta de un día para el otro. Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir, y al fin andar sin pensamiento. Barrio de trabajadores, de obreros, de amas de casa, y mucho piberío. Cada tanto había alguno que andaba con mejor moneda. Ese universo todo giraba alrededor de las vías del tren que llegaban hasta el centro comercial de la localidad de la Provincia de Buenos Aires. Así era para andar sobre la tierra. Así era cuando se hacía la urgencia, cuando pintaba el no va más y el ñato enfilaba con rumbo de cielo. 

Del otro lado de las vías el terraplén era más empinado que del lado del caminito. Había que tener la fuerza necesaria en el momento de la decisión. Era cuestión de dar los trancos por los peldaños de una escalera corta esculpida en la tierra misma. El suicida venía por el asfalto, y en un instante ya estaba arriba. La maquinaria de la mañana estaba en marcha. En cambio sucedía algo distinto en el triángulo de los suicidas. Era un espacio físico ubicado en el cruce exacto de las tierras del ferrocarril y el asfalto. Había plantas. Hoy lo imagino como si hubiera sido una plaza. Una plazita para uno, para que pasen de a uno. Imagino un banco de madera. El triángulo como lugar de reflexión. De despedida. Desde la vía, desde donde podría descubrir el movimiento extraño, el conductor del tren no la tenía fácil. Había, en la cercanía de las vías, un modesto cañaveral. Una vez abandonado el banco, el triángulo conectaba con el terraplén. Solo faltaba la fuerza necesaria. Los trancos. Las zancadas. La frenada del tren. El nacimiento de una nueva ausencia.

Me llamó la atención el suicidio de una mujer del barrio. Una linda mujer que a veces visitaba a una amiga, que vivía al lado de mi casa de infancia. Vivía con su madre. En una esquina. El frente de la casa no se veía tras las altas ligustrinas. Recuerdo que me dio pena cuando me enteré. Igual ahora en esta escritura.

Y pena me da el recuerdo de un nenito de unos diez años. Su casa sobre la calle asfaltada que está frente a las vías –sigue estando, cada vez que viajo a Martín Coronado, miro y recuerdo- quedó abierta una mañana. Libre la puerta de calle. Un descuido. El nenito era un tanto especial. No se dio cuenta. No supo. No volvió después del paso del tren.

Cada vez que regreso a esos tiempos me veo cruzando las vías. Acostumbrado. Sin miedo alguno. Había que prestar atención, pero un tanto de taquito. Pisar las piedras trituradas del granitullo. Pasar por encima del primero de los rieles, luego pisar los durmientes. Desde allí elevar la pierna hasta la madera que cubría el temible tercer riel. Era el riel electrificado. De pie en la madera dar un salto hasta la otra madera, la que cubría el tercer riel de la vía. Luego saltar hasta el durmiente y salir.

Hace años que soy un hombre de radio. Escucho durante el día. Es de otro mundo en la noche. Nada de redes sociales. Tampoco televisión. Además nada que pueda causarme un gasto. Estoy informado. También quebrado. En la radio y escuchando con atención se descubren las palabras de moda. Sucedió entonces que hubo una primera vez que escuché la palabra. Pero esta no era una moda. Tenía. Tiene otra intención. En la estación tal del ferrocarril tal se produjo una colisión. Y acto seguido la información adicional sobre el servicio. Y otra vez escuché la palabra colisión. Y otra. No se daba detalle sobre ninguna persona. No había auto, moto, camión ni camioneta asociada. Había una víctima. La víctima en la misma soledad que hasta la vía del tren la había traído. ¿Chocó con el tren? No. Se produjo una colisión.

No sé desde cuándo se usa colisión para no decir suicidio. Como si el sonido que produce la palabra limpiara de impurezas la escena. Como si fuera menos dolorosa. Ferrocarril tal no funciona por colisión. Un fenómeno nuevo. ¿Una colisión no mancha con sangre como sucede con el suicidado? Una colisión es sin familia, sin casa vacía, sin desesperación. Aquellos que escuchan la radio no piensan que detrás de la colisión hay un hombre, una mujer, que simplemente no aguantó más.

Una vez descubierto que colisión era una salida elegante para una tragedia, acentué mi atención en los micros o columnas donde se informaba lo ocurrido en las calles y rutas, y en las frecuencias de trenes y demás servicios. Casi siempre hay una colisión.

Es cuando pienso en estos tiempos violentos donde la libertad que avanza mata, estos tiempos en que el payaso emisario del anarco capital practica barbaridades que lastiman con solo pronunciarlas.

Las desesperaciones se juegan sobre el paño verde de esta vida. La mayoría del pueblo tiene problemas. No hace falta más que salir a la calle en el frío. Ver a los que duermen en los cajeros automáticos sobre un pedazo de cartón. Pienso en cuántos habitantes del pueblo no tienen la posibilidad de la comida y el techo. Dónde hay un mango, viejo Gómez, los han limpiao con piedra pómez.

Escucho la radio y dan el informe de los servicios. Ferrocarril tal mantiene un diagrama de emergencia por colisión en la estación del destino cruel. El número de los que colisionan, los que se descuentan, los suicidados en estos tiempos dolorosos va en aumento. Nadie lo dice. Es cuestión de prestar atención.

El tren pasa. El tren lleva. Cerca de una estación cualquiera. Avisa la radio, con la palabra limpia, que acaba de producirse una nueva colisión.

lunes, 11 de agosto de 2025

En gamas bajas


 

Fue la lluvia, fina y en remolino, sobre las chapas del techo. Pero una lluvia que ladraba como perro que quería entrar. Ladrido que se hacía silbido cuando arreciaba el viento que todo lo trae. Y que todo lo lleva. El afuera me despertaba. Discurría yo en el silencio que habita cada vez que se acerca el final de la noche. Dentro del dormitorio el frío del invierno se acomodaba sobre el paisaje. El frío sobre la frazada (parecía la superficie de un planeta muerto). Sobre la mesa y las sillas. Sobre las mesitas de luz. Sobre una foto de ayer. Hay frío derramado sobre el piso. Sobre mi soledad. La puerta balcón con cortina gruesa dejaba pasar una claridad mínima que permitía la aparición bocetada de los elementos. Hombre incluido, yo narrador, que llegaba desde un sueño.

Traté de aferrarme al vestido corto del sueño. Me sentía bien. Quería saber desde dónde volvía. Entonces supe de mi oficio. Era hacedor de películas. Una especie de director de cine. Y viajaba en el tiempo. Era en el sueño un director que gustaba de admirar y exagerar ciertos modos del director ruso Andrei Tarkovski. Mi especialidad era dejar fija la cámara apuntando al lugar elegido. Con tiempo. Con viento. Y esperar que sucediera la vida. La de hoy. Y la de ayer. Al parecer mi trabajo, hasta que llegó la lluvia, había sido variado. Tenía esa sensación. De feliz andar en el viento. De hoja de cuaderno laburada con la escritura en tinta roja.

Por esas extrañas cuestiones que convocan tantas magias, había aparecido un nombre: Changato. Un nombre de ayer durante un puñado de días en mi cotidiano. Quedó, con seguridad, remontando en el viento. Sucedió luego que apareció mi viejo en el momento justo en que la emoción lo ganaba, y su voz se afinaba. Entonaciones de la voz cuando nos requieren ciertas memorias. Soy director de palabras en el viento. Era director de cine en un sueño hasta que el silbido en la lluvia me despertó. Recuerdo esta película. La cámara enfoca a mi viejo. En la vereda opuesta a Independencia 3765, entre Colombres y Castro Barros. El domicilio donde mi viejo vivió en Boedo. Allá cuando fue pibe y después muchacho. Mi viejo de pie en el lugar donde estuvo la casa de Changato, allá lejos en los años 40. Yo escribí la toma a la que regreso en julio de 2001.

Un matrimonio de italianos. Tres hijos. El padre trabajaba en la empresa de mudanzas Amancio Fernández, ubicada sobre Independencia, en la esquina con Colombres. El primero en morir fue el mayor de los hijos. Después siguió el más chico que tenía unos diecinueve años.

Cómo dibujaba... era buenísimo... no podía laburar... no podía hacer nada... a veces venía a jugar con el Dandy, el perro, dijo mi viejo.

Cuando murió el segundo de los hermanos, el grupo de teatro habitante del galpón que había en el fondo del patio de la casa chorizo de 3765, organizó una función a beneficio de la familia. El hermano que quedaba fue el encargado de retirar la guita recaudada.

Yo estaba, dijo mi viejo.

Yo sé que soy el próximo... ahora me toca a mí, fue lo que escuchó mi viejo.

Casi terminaba de repetir la frase dicha por Changato, así lo llamaban, cuando la voz de mi viejo se fue afinando fina muy fina hasta quebrarse. Se puso colorado mientras la voz ya no era voz, era silbido.

Es que me da una pena, dijo mi viejo mientras lloraba.

Es que es tan fulero saber que te vas a morir, dijo mi viejo que seguía llorando.

La muerte llegó a Changato dos años después de la muerte de su último hermano.

Uremia era el nombre de la desgracia.

Changato fue llorado en el mes de julio de 2001. Y en este presente de 2025.

Cada vez que veo la película, que la leo, me digo que nunca le dije a mi viejo aquello que él bien sabía. Hola, viejo, ya estábamos avisados que es fulero saber que te vas a morir. Que vamos. Todos. Claro, que la cuestión es tener idea de cuándo soplará el viento. Cuál el andén por donde pasará el viento. Y recortará la figurita.

La misma cuestión que acomoda el alma, acaricia la vida –me pregunto- de los cuadros pintados por mi viejo. Son sus manos -las que anoto- pasando los cuadros frente a la cámara. Los cuadros son apoyados en la silla de paja y madera que supo usar la abuela. Apoyados, luego de su momento de retorno al caballete que un día los viera nacer. Donde desde hace unos años se apoya el cuadro que mi viejo no pudo terminar. Su último árbol. Otra película que cuento, que escribo, que tal vez estaba componiendo cuando me despertó la lluvia en este día frío. La vida siempre se pinta. Se escribe. Se filma.

La cámara frente a la ochava. Avenida Boedo y Pasaje San Ignacio. Café Margot. Escucho el silbido del viento. Hay palabras de ayer. La puerta vaivén no se detiene. Hay personas en blanco y negro. Así las toma la cámara. Las conozco. Son mis muertos. Me acompañan en el barrio. No faltan. Sucede igual que en el momento en que escribo. Habitantes de las calles, y de las páginas donde trabajo la memoria.

Acomodé la cámara para que tomara mi imagen en el espejo del baño. Está grabando. Escribo. Soy casi un fantasma. Tal vez el mismo que veía mi viejo en su casa. Me veía pasar por los ambientes cuando yo no estaba en la casa. Sucedió el avistamiento en sus últimos años. Mi hermano me contó de estos sucedidos. Bien puede ser mi fantasma este coso que se ve en el espejo. Más flaco. Más canoso. Y una mirada clara donde yo mismo percibo el cansancio. También en esta película aparece la soledad y el silencio. No se escucha nada. Ni siquiera el silbido del viento que juega con el pelo que me queda. Como si estuviera frente a un espejo que cuelga de un clavo sobre la madera de un barco encallado y un poco hundido. Un barco cerca de la costa. Toda la cubierta repleta de árboles. Sus raíces hundidas en el fondo de un río ancho. En el barco está el espejo, mi fantasma, el cansancio, la soledad, el silencio, y una cantidad de paisajes injustos, dolorosos.

Me digo que sentimos, que ya sabemos que es un soplo la vida, y que veinte años no es nada. Me digo que escribo un tango, uno más, mientras filmo una película. Como si dejara la cámara olvidada para que el mundo pudiera contar su condena, su fracaso.

Me digo que duele este mundo cuando la felicidad es para unos pocos -un puñado de condenados-, aquellos que lograron ocupar el lugar disponible tras el cristal que cierra el refugio que ofrece un cajero automático. Afuera es la noche, la lluvia y el frío. Adentro los felices -si es que no aparece la policía- que tal vez lleguen hasta la mañana.

Me digo que ya no está la casilla baja y alargada, construida a base de plástico, maderas, cartones y trapos, sobre la vereda, antes de la avenida. Era el refugio de algunos sobrevivientes. Hacía tiempo que estaba. En cercanías de la tierra santa. Triste y solitario el solo de guitarra sobre ese lugar que ya no ofrece refugio. En la vereda duerme un muchacho sobre un colchón. Se supone que vive bajo la frazada que casi lo hace invisible a cierta manera de mirar películas que algunos practican en esta sociedad. La película triste transita, se escribe en el viento que todo lo trae. Y que todo lo lleva.

Me digo que inevitablemente termino escribiendo en el viento. Soñando en el viento. Y lo hago en silencio. Un silencio que dice verdades. Un silencio que quitará el filo malsano al discurso del payaso que odia. Será en una mañana clara. Escucharlo hace mal. Escucharlo enferma. Enciende violencias la palabrería con que machaca cada día. Cárcel o bala. Que a meter bala. Que a colgar zurdos muertos en la Plaza. Excitado grita el coro. El Estado es la representación del demonio. Que la comida y el techo no son para todos. Que mucho menos lo es la justicia. Es una cuestión de mercado. ¡No te la pierdas, campeón! El payaso ocupa su lugar en el escenario. Con orgullo grita: Soy cruel, soy cruel. Así el horror. Y entonces el puñado de almas que me guía pinta paisajes apagados. Escribo hoy. Filmo hoy, películas con cielos tormentosos, como los que pintaba mi padre cuando las gamas bajas del óleo casi se quedan sin viento.

El poeta cantó: violencia es mentir.

Desde el mundo de la serpiente, su huevo.

domingo, 13 de julio de 2025

Se escribe la noche


Llega la noche. El día declina lento hasta que pega el salto. Aquello que era ya no es. Y entonces en el atardecer la primera línea de la noche. Cae del árbol del otoño una noche que debe ser replicada. Las noches se repiten. Comienza la escritura de la noche sobre un abismo de nube en gris. La hoja en gris. Todo un valle, una encrucijada en gris. Palabras de aire frío. La noche se escribe en la parte alta del refugio donde vivo gracias a mi amigo. Una página en gris es mi memoria. La maravilla de tener un techo y abrigo. Y el pensamiento que no se queda quieto. Muchos sucedidos aparecen en el mientras tanto de la oscuridad.

Escribo en la noche desde la memoria. El valor de lo visto y oído. También escucho la radio que me acompaña hasta altas horas de la madrugada. Distintas las voces en mi noche.

Mientras me digo que tengo frío, y desfila lo visto en la calle. Mientras sé que poco he comido, me digo que tantos andan peor. En estos días. Digo que vi. Yo soy testigo. El destino cruel de quien duerme en la calle. A veces con colchón, recortes de cartón, trapos para abrigarse. A veces se duerme en la calle con mucho menos. Paisaje triste de ochava. En el barrio.

Ella es la primera que se descuelga del cielo de la noche. Ella trae un poco de luz del final de la tarde. Está parada en la puerta de la panadería. Espera que alguien la vea. Se apoya en un pie, luego en el otro. Como si la vereda quemara. Tiene unos cincuenta años. Se la come la ansiedad. Tiembla. En un momento se sienta al lado de la puerta. Otra vez de pie. De la panadería sale un brazo con una bolsita con algo de pan. Ella camina una cuadra. Cruza la avenida. Dobla en la encrucijada. Sobre la vereda de la escuela religiosa, contra la pared, un simulacro de cama. Se tapa hasta la cabeza. Lleva campera de abrigo. Alguna vez de un color claro. Y unos guantes negros. De esos que dejan libre la punta de los dedos. Imagino los dedos sobre el pan.

Escucho cómo vuelve en la noche lo dicho en la radio por un joven sacerdote de la opción por los pobres. Dijo. Hace un tiempo se intentaba dar un plato abundante de comida en el almuerzo y la cena. Contó, cómo debido a la situación económica derivada del estado de calamidad desatado por el gobierno libertario, las porciones se fueron achicando. Y tuvo el horror la fuerza necesaria para llevar la comida hasta una sola entrega, una vez al día. Comer una vez. Juntar hambre a lo largo del día y esperar la noche. Y que el recuerdo de esa noche persista en la memoria del que tiene hambre. Así hasta que llega la noche nueva.

La noche se escribe. Así es como se escribe esta noche en la noche mala de la libertad que mata. Un jubilado que vive en Perico, ciudad distante a 35 km de la capital de Jujuy, llama a un programa de radio. Cuenta que todos los días va hasta la capital a pedir monedas para poder sobrevivir. Otra vez la comida que falta. Dice que cobra la jubilación mínima. Dice que no le parece correcta la forma en que el presidente trata a los ciudadanos. Dice que es un irrespetuoso, un mal educado. El conductor del programa comenta que el presidente trata de esa manera porque a la gente le gusta. Nada más que decir. Nuevo llamado. El conductor de radio al parecer no tenía ganas de comprender en la noche.

En esta misma noche que escribo andaba rebotando entre las sombras un diálogo entre un notero de la calle y un hombre joven, supongo de unos 30 años a partir de su voz. El hombre decía que ser policía era un trabajo como cualquier otro. El periodista pregunta entonces si él aceptaría reprimir (como ocurre todos los miércoles en la Plaza del Congreso, pegar con un palo, tirar gas pimienta a los ojos) a un jubilado, a un viejo. El hombre contesta: Depende. Y luego pregunta: ¿Cuánto pagan? Otro ciudadano de moralidad monetaria. Escucho la voz de la barbarie en la noche. En los tiempos en que el pobre siempre es el sospechado de ladrón. En que el empleado del Estado siempre es un vago de origen militante. En la noche que se escribe se escucha la voz de uno de los responsables del área de discapacidad. El mal nacido explica a una madre que presenta su pedido a favor de la pensión para su hijo. El funcionario de la libertad que mata afirma que si ella tiene un hijo discapacitado el problema es suyo. Y de todas maneras, en el mientras tanto de esta noche cruel, el ciego de nacimiento también deberá probar que siempre ha sido ciego. Mientras tanto crece la deuda externa en la noche más oscura. Mientras tanto es valorada la libertad de morirse de hambre. Chicos, ¿ustedes tienen hambre?, dijo la ministra. Para cada necesidad habrá un mercado. Así dijo el payaso asesino. Desde la noche llega la marcha de las velas que dice que el hospital Garrahan sigue en lucha.

Entra por la puerta ventana del balcón una claridad mínima. Una sumatoria de hilachas de luz proveniente de distintas terrazas atraviesa la cortina. No tengo certeza. ¿Será cielo estrellado? ¿Habrá esa Luna brillante que sabe de convocar terribles seres oscuros? ¿Habrá esas nubes grandes, y más oscuras que la noche misma, que mi padre pintaba en esos cuadros en que le daba por anunciar la cara de una amenaza? La noche se muestra. La luminosidad alcanza para ver el recorte de los muebles del dormitorio. El rectángulo del visor iluminado de la radio es de color azul. Como si fuera farol que colgara en la esquina más olvidada del barrio. Así en un rincón de la cama. Una sirena de patrullero de la policía inscribe su paso a toda velocidad por Avenida Garay. La sirena se apaga de a poco. Otra vez el silencio. Después toca el turno para que estalle una corrida de gatos sobre el techo de chapas. Sólo es una corrida. El enfrentamiento queda para otra noche.

En esta noche de junio aparece el recuerdo de los fusilados en José León Suárez. Sigo leyendo Operación Masacre. Una vez, siendo colimba, me tocó caminar por la estación de tren de José León Suárez. Iba detrás del sargento que pedía documentos a los trabajadores. Caminaba detrás del sargento con mi FAP en bandolera. Era a finales de la dictadura. Antes de Malvinas. Nunca pasé tanta vergüenza. Nunca la olvido. En una noche que está al llegar, se recortarán sobre el techo los aviones que ametrallarán al pueblo en Plaza de Mayo, que bombardearán al pueblo en Plaza de Mayo. El acto terrorista será recordado en noche que replica el dolor que causan los asesinos.

En la noche que escribo escucho Fijate de qué lado de la mecha te encontrás / Con tanto humo, el bello fiero fuego no se ve… (Patricio rey y sus Redonditos de Ricota). Fijate cuál es tu calle. Cuál el camino que te trae hasta esta noche. Cuál el camino de vida que te trajo hasta esta memoria.

En esta noche se sabe que cierta libertad mata. Se sabe que el capitalismo desbocado destroza corazones mientras tienta, invita, agita la violencia entre hermanos. En la noche que escribo escucho No sé, siemprе te ponen un kiosco / Pa' que lo quе tengas te parezca poco… (Wos).

Mi noche es cerrada. Noche de penas. De horrores. También en la noche, es sabido -con la desvergonzada campaña de casi todos los medios de comunicación-, que ella tiene destino de cárcel. Ella la compañera. Ella la atrevida. La lúcida. La humana. La de los discursos. La admirada. Ella la fusilada que sigue viva. Ella en la noche cerrada.

Que no queden ganas. A nadie. De cuestionar el reparto de la torta que siempre se apropia el poder económico. Que ella sea ejemplo de castigo. Para que nadie más ni siquiera lo piense. El partido judicial hizo los mandados necesarios. Acomodados los ingredientes sobre la mesada.  

Escribo una noche oscura donde los esbirros obedecen a sus dueños. Pienso en la noche. Me cuento. Es una noche larga. Sin embargo, afuera, clarea la vida.

En la misma noche que se escribe, que escribo, escucho Cuando la noche es más oscura / Se viene el día en tu corazón… (Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota).


viernes, 6 de junio de 2025

Las intermitencias del caracol



Me encontré con él hace un tiempo. De sustancia misteriosa. Aplomado. Seguro de las verdades que porta. Se asomó en el refugio amigo que me presta Josecito de la ferretería. Vivo en el refugio. Se asomó y se descolgó certero dentro de mi pensamiento. Como fantasma que regresa e inquieta. Viajero desde el interior de un libro. Porque libros de poesía tiene el poeta amigo Josecito en su refugio. Digo entonces que me encontré con un poema hace un par de años. Y que hace esos años que el poema llama, convoca, interpela, tienta, seduce. Que compone su fantasmagoría a partir de la mecánica mágica que tiene todo artilugio de autor. El poema fue como una flechita de yuyo. Una flechita desde el verde del costado de las vías. Allá en la infancia de Martín Coronado. La flechita se prendía en la ropa. Un simulacro ínfimo. Un boceto de abrojo. Pero abrojo al fin. Entonces desde la biblioteca de Josecito voló el poema y se prendió en el puñado de almas que me lleva. Años hace que me encuentro y dudo dentro del poema. Dejé un señalador en la página apenas lo leí. Marcado. Insistente la relectura. Voló el poema su regreso entre el remolino de leña menuda -la chasca y su desarreglo- en el viento. Vuela el poema. Continua es su palabra.

Hay un título de poema: (la certeza del caracol). Una pertenencia: El reloj biológico, un libro publicado en 2007. Hay la pertenencia dentro de una antología titulada: La conversación. Hay un autor: el poeta Santiago Sylvester.

Durante meses tuve el libro a la vista, sobre una mesita baja frente a la biblioteca. Sobre la mesa del comedor. A un lado de la radio. No lo devolví a su lugar. Tapa negra. Colección Visor de Poesía. Recuerdo que el libro me atrajo apenas terminé de leer lo escrito sobre la ropa de la edición. En la contratapa unas líneas informan, escuetas, sobre el autor:

 

Santiago Sylvester nació en Salta, Argentina, en 1942; vivió veinte años en Madrid, actualmente vive en Buenos Aires. Es autor de veinte libros: poesía, relato y ensayo. Ha recibido premios en su país y en España. Es miembro de la Academia Argentina de Letras.

 

Y a continuación un fragmento de una entrevista:

 

Mi infancia transcurrió en Salta, en un patio poblado de macetas y canteros: una felicidad provinciana tan perfecta que me pasé media vida recordándola.

Sin embargo, pronto me fui de allí; es decir, supe pronto que la felicidad dura poco, y ésta es una de las razones de la poesía. En general, de la literatura. Se escribe, entre otras cosas, para recuperar una felicidad perdida, y a la vez porque tenemos la certeza de que eso es imposible.

Se escribe, pues, desde una amputación: desde una pérdida metafísica que nos obliga a salir, movernos, buscar el pedazo que nos falta. La poesía es una prueba de que la vida no está completa: hay un hueco que se debe llenar, una herida que tarda toda la vida en cicatrizar.

Me he pasado la vida escribiendo poesía porque hay algo mío que no está donde yo estoy.

 

Y desde dentro del artilugio libro salta el poema, su flechita de vida, y vuela para luego abrazarse, abrojarse, para que lo lleve, lo porte a través de los días, los meses, los años. Y su puñado de líneas, de punta afilada que lleva la palabra simple, la imagen simple, se aparece, como aparecido que viene desde el más allá, y me pregunta.

 

Entonces ahora sí, aparecido en esta escritura, la cara, el cuerpo del susodicho poema que comparto frente a la sociedad reunida, una comunidad de posibles lectores. Que venga quien quiera comprender, quienes quieran sumarse a la experiencia de vivir a consciencia el juego abierto con el encuentro de ciertas ideas, verdades y miradas.

 

No hay error en ese caracol que sube por la pared; / no parece interesarle esa nube de color incierto, / el baldazo de sol, ni le importa / el vuelo desarreglado de la chasca, el campo / que se abre valle abajo.

 

El caracol no está atento al paisaje ni a la historia: sólo hace lo que debe: / su vida o muerte no altera la estadística, su desplazamiento y / el rastro que deja / no convocarán un proyecto, una anécdota: no es ni un anacronismo pegado a la pared. / Pero él no lo sabe: / por eso prospera, escala, y esta tarde, sin ningún error, / paseará su vida imperceptible por el techo.

 

Digo caracol. Lo anoto. Me pienso. Pienso en la historia de mi familia. Mi casa. La llevo conmigo. Llevo entre mis almas el camino de la pared por el que ando. Soy la memoria de todo. De todo aquello que fue, que es, y que podría ser. Me pienso. Me digo. Digo caracol cuando soy en la soledad y el silencio. Cuando soy sólo una unidad. Una cara en el espejo del baño. Una identidad. Una manera de ser. De reconocerme. Es cuando me creo libre de cualquier tipo de error. Cuando arrastro sólo verdades. Tan solo viajero sobre la pared. Me digo que ni siquiera tengo Dios. Entonces poco miro el cielo, como tantos otros. Caracoles subiendo la pared cuesta arriba. Atenti que así es la vida del caracol. De tanto mirar desde abajo, de tanto mirar hacia arriba, el caracol no se interesa por la gran nube de la incertidumbre. De sol a sol. Andar camino al cielo sin mirarlo. En soledad y silencio no se ve cómo pasan los días. De sol a sol. Un sol que aprieta para que la vida sea. Un sol que vuela y arde la chasca en el viento. Solos en la ceniza. Me digo caracol en medio de un paisaje que hoy no miro. Supe habitarlo. Nombrarlo. Escribirlo. Amarlo. El caracol. Este caracol y su urbanía. Sucede cuando despierto en la cama solitaria. Con los recuerdos propios de la unidad. Mi familia. Allá lejos la infancia en Martín Coronado. Frente a las vías del ferrocarril. Jugando con una pelota sobre el terraplén donde crecen las flechitas que se prenden en la ropa. Como poemas. Un fantasma me lanza flechitas. El mismo fantasma que hoy remonta poemas. Luego bajo de la cama y enfilo hacia la marca en la pared donde, por las noches, dejo cada vez la vida. Siempre cuesta arriba. Así me sucede en algunos días. Pero hay otros días. Los días otros.

Es muy distinto cuando soy el caracol que se despierta comprendiendo que no está solo. Cuando comprendo que está el otro. Y comprendo (sí, vale esta repetición) que comprenderlo me llevó tiempo. Un tiempo de mirada y reflexión. De sentirme. De comprenderme como otro. Me digo. Pienso. Y me digo que esto fue posible gracias a que pude mirar -mientras peregrinaba por la pared al sol- el paisaje y la historia. Pude deslizarme del caracol unidad que cumple con lo que se espera de él después de aplicado el entrenamiento. Pude ser portador de mi historia, de mi casa que llevo a cuestas en la memoria, pero pude agregar la historia del lugar que empieza con el barrio, la ciudad, la provincia, el país, la región. El otro. Pude comprender que no quiero ser el centro de nada. Un caracol más escalando la pared. Una simpleza en el patio de un pibe que sería poeta. Caracol que declara haber vivido. También que tiene tarjeta de cartón para un brindis de muerte temprana. Sabe que se anda sobre la pared siendo uno más, y está bien así. Pero elige que el desplazamiento lento sea a sabiendas. Sabe, como caracol que siente y se identifica, que sólo es en cuanto sea en el otro. Sí, sabiéndose imperfecto. Errores, casi todos. Avanza y se equivoca. Como caracol pasearé mi vida a consciencia sobre el techo. Lo sé.

Intermitente el ir y venir del caracol del poema. Y además el caracol lector. Y el que escribe sobre el poema. Intermitencia de luciérnaga. Luciérnagas al costado de las vías. Corren los tiempos del payaso apátrida.

Un caracol y otro caracol dentro de la misma existencia. Y la necesaria tentación de saberse en el paisaje y en la historia con todos.

viernes, 9 de mayo de 2025

Decir fisura



Había una vez una ciudad enferma. Una tinta de palabras veneno. Y un fino laboro con que la voz de los malvados blablistas acomodaba intereses. Una ciudad condenada por ladrones de historias, de cuerpos y de palabras.

Mientras tanto se ve, caída sobre el cemento, una fila de hombres con esperanzas y derechos. Una barriada olvidada. El hombre olvida. El sistema olvida. Sombras o casi sombras. Como si no fueran presencia. En las veredas. En las calles. En las avenidas. Un trazo de gotitas desalojadas desde la brocha que Dios usa para pintar este mundo cruel.

Vive un hombre sobre la vereda que corresponde a un negocio. Vive otro bajo el techo de la ochava. Hay vida bajo el árbol. Vida sobre un trapo. Sobre un cartón. Hay familias sobre las baldosas de cemento del bajo autopista.

Una. Dos. Tres. Cuatro. Incontables las presencias que a la vista deja el cotidiano de la sociedad. A pesar de la palabra del legislador mal hablado, sucede que el vecino reconoce y siente. Llora por el sufrimiento del otro.

Una seguidilla de palabras por lo general da vida a una mirada. Y cada mirada lleva su sustancia. De ahí los procederes, y las necesidades. Al final, todos humanos. Todos somos puntos nacidos sobre una línea central. Después debería suceder como con la flor del panadero, al costado de la vía, allá en el Martín Coronado de infancia. La flor cuando aparece el viento (hay cierta magia en el paso del tren). Y entonces la flor casi se deshace en florcitas que vuelan hacia tantos destinos. Que todos tuvieran su oportunidad en el viento. Así me digo. Así anoto mis palabras en la ciudad porque un hombre mal bocetado habló de fisuras. Los nombró fisura, los fisura. Digo la brocha de un Dios cruel. Digo la insultante palabra de algunos hombres. Un fisura -según palabra del que anónimo queda en su vergüenza- es un hombre que vive en la calle. Los fisura, los hombres del colchón sobre la vereda. Haga frío o calor. Sea en la lluvia. Fisura para decirlo en un desamparo que al legislador no le importa. Un condenado a ser visto como hombre roto, perdido, peligroso. El fisura señalado en la calle como perdedor y vago. El blablista dice que el fisura ocupa un lugar en la ciudad, y que debe pagar por él. Exige un impuesto al caído. Un fisura no puede ocupar el banco de una plaza. Un fisura no puede -en caso de que aún tuviera algo con que resistir- andar con libre estacionamiento para su carro cartonero. Que no se crea que hay en la calle derecho para él. Son estas algunas de las imposibilidades dispuestas por los dueños de las palabras. El mal hablado al que se alude es un simple contratado de los que disponen la palabrería para disfrazar trucos o para discriminar al otro. Los dueños de las palabras usan ciertas entonaciones de Dios. Se puede flotar entre las bandas. Así dice el nuevo rezo del falso poeta para saber hasta cuándo el temblor del hambre y la miseria. Y dónde la presencia de Dios. Los curas en la opción por los pobres son prueba del costado bueno de la condición humana. El Papa Francisco señalando el poder mezquino de los destructivistas. Pregunto por Dios en tiempos de tanto hombre mal bocetado.

Y en estos quehaceres de escritura me digo que bien podría pedirle prestado a Tuky su Dios. Tuky, mi amiga poeta de la ciudad/río, y durante muchos años, perdió a su Dios. Ella me dijo que andaba un poco perdida y enojada con su Dios. No podía creer que Dios permitiera el mundo horrible que contemplaba a diario. Así pasan los enojos en la vida. Anduvo sin Dios. Pero un día se produjo cierta magia. Y dijo ella que ahí estaba. De regreso. De vuelta a casa. En casa. Ahí estaba el Dios de infancia, o de cuando Tuky fue muchacha. Ahí estaba el Dios de esos días en que compartía la vida con su caballo, el Inocente. Y fue al caballo que la poeta dijo su primer poema. Rilke afirmaba que toda persona lleva la muerte, la suya, la propia, en el interior de su cuerpo, en el pecho. ¿Ocurrirá igual con Dios? Vaya el hombre a saber. Sin esperarlo. Sin quererlo. Sospecho que pidiendo sí el regreso entre los rezos que se dan en los sueños. Como sea, la magia se dio, volvió su Dios.

Como en todos los días en que viene durando la vida, me toca ver. Pero hoy me dije que dada la maldad que repta sobre el paisaje, mejor sería tener un Dios bueno a la mano. Y entonces pensé que bien sabía este cronista que en su vida no había tenido Dios. Era una situación especial. Precisaba un Dios. Es más, lo preciso. Fue cuando recordé que sí había tenido Dios. Sucedió en la ciudad entrerriana de Gualeguay, donde me llevó la vida hace algunos años. Conocí a Tuky Carboni, la entrevisté, y para ello leí la totalidad de su obra. Y aquí. En este pasado al que regreso. Señalo éste, su centro. Digo que mientras leía a la poeta pude sentir que había un Dios. También para mí. Así fue que una vez tuve Dios. Era, con seguridad, ese Dios de infancia y juventud al que luego regresaría Tuky. Ese era el Dios que este cronista andaba precisando para habitar, para nombrar apariciones de vida en su urbana realidad.

En la vereda del barrio pude ver que una muchachita, en una esquina al sol, modelaba con sus manos la forma de un corazón. La forma sobre la cara. Lo hacía en la calle. Una forma para todos. Lo hacía como lo haría en su habitación. A la mano del caminante el momento de soñar que, uno y todos, aún somos parte de ese corazón, de esas manos, de esa memoria, de esos ojos que miran con amor a través de la forma corazón. Aún existo. Aún estoy. Sigue estando el Dios de la infancia en el aire, en el viento. Quizá todavía sea posible el poema que diga de la humana canción, la que permite tratar de comprender nuestro mundo. Ocurre los sábados en el anonimato urbano. Espero cada mañana, cuando se arma la mesa de Desde Boedo, que aparezca la mujer mayor de pelo corto que trabajaba en un geriátrico. Ella llevaba lectura a los que no salían a la calle. Hace meses que ella no pasa. La espero cada sábado. Nada digo. Hay un leve sabor amargo en la alegría del recuerdo. El humano saludo por haber estado, por haber sido. Yo mismo convertido en una casi historia de fantasmas.

En la ciudad me sigo preguntando por el misterio. Escuché en la mañana, al despertar, cómo se alejaba un tren. Era la voz de un tren de infancia, de Martín Coronado. Pero yo despertaba en el refugio de Garay en Boedo. Era que el tren me devolvía al presente, o era que acaso no llegué a subir hasta donde puede llevarme la escritura. Preguntas sin importancia. Aparecidas preguntas sin importancia.

Ayuda saber que me acompaña un Dios de infancia, el que me prestó Tuky. Así puedo ser otra vez un Edgardo Lois en tinta roja. En mi cuaderno nuevo de año nuevo. Escribir en tinta roja como si fuera ayer. Pero todos nosotros lo sabemos, es otro el que lleva la lapicera. La mirada. Me lleva la memoria. Y lo visto o encontrado en la calle. Nada espero en el día. Nada deseo en la noche. A no ser que en desamparo viva el otro que espera. A no ser que un mal hablado falte el respeto a tanto compañero.

Ayer, una familia, dos hijos de unos diez años, mamá y papá, revisaban los contenedores de la basura. La pareja llevaba una bolsa cada uno. Hallazgos. La nenita iba con un oso de peluche maltrecho. El pibito tenía una pelota. La familia en camino a la plaza Martín Fierro. Salí de mi soledad de caminante para verlos avanzar en la tarde. Y me quedé con su imagen. Ahora la anoto, como si estuviera escribiendo una carta de humano pedido a un Dios de infancia que se extendiera desde el campo de Estación Lazo de Tuky, desde mi patria interna de Martín Coronado, en la provincia de Buenos Aires, hasta esta ciudad con tantas historias sobre el cemento.

Entonces rezo con un poema de Tuky “Ceremonia”: El molino era claro y palpitaba. / Su ramaje de hierro ardía en el verano; / pero la savia que exhalaba su corazón secreto / era tan verde y fresca / como el alma gentil de la arboleda. / En las noches de tormenta, / cuando estallaban los relámpagos / desde los vastos púlpitos del aire, / su margaritón giraba enloquecido. / Entonces, el padre se vestía; se ajustaba la faja / y trepaba hasta la flor de su testuz / para enlazar sus clinajes al viento. / Adentro de la casa / se derretía la cera de las velas benditas / mientras temblaban en las bocas / las sílabas urgentes de la Santa Bárbara. / Y afuera, en la intemperie, / las sombras hermanadas del padre y el molino; / de pie ante las tormentas / para guardar la casa y la madre con niños.