Había una vez una ciudad enferma. Una
tinta de palabras veneno. Y un fino laboro con que la voz de los malvados blablistas acomodaba intereses. Una
ciudad condenada por ladrones de historias, de cuerpos y de palabras.
Mientras tanto se ve, caída sobre el
cemento, una fila de hombres con esperanzas y derechos. Una barriada olvidada. El
hombre olvida. El sistema olvida. Sombras o casi sombras. Como si no fueran
presencia. En las veredas. En las calles. En las avenidas. Un trazo de gotitas
desalojadas desde la brocha que Dios usa para pintar este mundo cruel.
Vive un hombre sobre la vereda que
corresponde a un negocio. Vive otro bajo el techo de la ochava. Hay vida bajo el
árbol. Vida sobre un trapo. Sobre un cartón. Hay familias sobre las baldosas de
cemento del bajo autopista.
Una. Dos. Tres. Cuatro. Incontables las presencias
que a la vista deja el cotidiano de la sociedad. A pesar de la palabra del legislador
mal hablado, sucede que el vecino reconoce y siente. Llora por el sufrimiento
del otro.
Una seguidilla de palabras por lo
general da vida a una mirada. Y cada mirada lleva su sustancia. De ahí los
procederes, y las necesidades. Al final, todos humanos. Todos somos puntos
nacidos sobre una línea central. Después debería suceder como con la flor del
panadero, al costado de la vía, allá en el Martín Coronado de infancia. La flor
cuando aparece el viento (hay cierta magia en el paso del tren). Y entonces la
flor casi se deshace en florcitas que vuelan hacia tantos destinos. Que todos
tuvieran su oportunidad en el viento. Así me digo. Así anoto mis palabras en la
ciudad porque un hombre mal bocetado habló de fisuras. Los nombró fisura,
los fisura. Digo la brocha de un Dios
cruel. Digo la insultante palabra de algunos hombres. Un fisura -según palabra del que anónimo queda en su vergüenza- es un
hombre que vive en la calle. Los fisura,
los hombres del colchón sobre la vereda. Haga frío o calor. Sea en la lluvia. Fisura para decirlo en un desamparo que al legislador no le importa. Un condenado
a ser visto como hombre roto, perdido, peligroso. El fisura señalado en la calle como perdedor y vago. El blablista dice que el fisura ocupa un lugar en la ciudad, y
que debe pagar por él. Exige un impuesto al caído. Un fisura no puede ocupar el banco de una plaza. Un fisura no puede -en caso de que aún
tuviera algo con que resistir- andar con libre estacionamiento para su carro
cartonero. Que no se crea que hay en la calle derecho para él. Son estas algunas
de las imposibilidades dispuestas por los dueños de las palabras. El mal hablado
al que se alude es un simple contratado de los que disponen la palabrería para
disfrazar trucos o para discriminar al otro. Los dueños de las palabras usan
ciertas entonaciones de Dios. Se puede
flotar entre las bandas. Así dice el nuevo rezo del falso poeta para saber
hasta cuándo el temblor del hambre y la miseria. Y dónde la presencia de Dios.
Los curas en la opción por los pobres son prueba del costado bueno de la
condición humana. El Papa Francisco señalando el poder mezquino de los destructivistas. Pregunto por Dios en
tiempos de tanto hombre mal bocetado.
Y en estos quehaceres de escritura me
digo que bien podría pedirle prestado a Tuky su Dios. Tuky, mi amiga poeta de
la ciudad/río, y durante muchos años, perdió a su Dios. Ella me dijo que andaba
un poco perdida y enojada con su Dios. No podía creer que Dios permitiera el
mundo horrible que contemplaba a diario. Así pasan los enojos en la vida. Anduvo
sin Dios. Pero un día se produjo cierta magia. Y dijo ella que ahí estaba. De
regreso. De vuelta a casa. En casa. Ahí estaba el Dios de infancia, o de cuando
Tuky fue muchacha. Ahí estaba el Dios de esos días en que compartía la vida con
su caballo, el Inocente. Y fue al caballo que la poeta dijo su primer poema. Rilke
afirmaba que toda persona lleva la muerte, la suya, la propia, en el interior
de su cuerpo, en el pecho. ¿Ocurrirá igual con Dios? Vaya el hombre a saber. Sin
esperarlo. Sin quererlo. Sospecho que pidiendo sí el regreso entre los rezos que
se dan en los sueños. Como sea, la magia se dio, volvió su Dios.
Como en todos los días en que viene
durando la vida, me toca ver. Pero hoy me dije que dada la maldad que repta
sobre el paisaje, mejor sería tener un Dios bueno a la mano. Y entonces pensé
que bien sabía este cronista que en su vida no había tenido Dios. Era una
situación especial. Precisaba un Dios. Es más, lo preciso. Fue cuando recordé
que sí había tenido Dios. Sucedió en la ciudad entrerriana de Gualeguay, donde
me llevó la vida hace algunos años. Conocí a Tuky Carboni, la entrevisté, y
para ello leí la totalidad de su obra. Y aquí. En este pasado al que regreso. Señalo
éste, su centro. Digo que mientras leía a la poeta pude sentir que había un
Dios. También para mí. Así fue que una vez tuve Dios. Era, con seguridad, ese
Dios de infancia y juventud al que luego regresaría Tuky. Ese era el Dios que
este cronista andaba precisando para habitar, para nombrar apariciones de vida
en su urbana realidad.
En la vereda del barrio pude ver que una
muchachita, en una esquina al sol, modelaba con sus manos la forma de un
corazón. La forma sobre la cara. Lo hacía en la calle. Una forma para todos. Lo
hacía como lo haría en su habitación. A la mano del caminante el momento de
soñar que, uno y todos, aún somos parte de ese corazón, de esas manos, de esa
memoria, de esos ojos que miran con amor a través de la forma corazón. Aún
existo. Aún estoy. Sigue estando el Dios de la infancia en el aire, en el
viento. Quizá todavía sea posible el poema que diga de la humana canción, la
que permite tratar de comprender nuestro mundo. Ocurre los sábados en el
anonimato urbano. Espero cada mañana, cuando se arma la mesa de Desde Boedo, que aparezca la mujer mayor
de pelo corto que trabajaba en un geriátrico. Ella llevaba lectura a los que no
salían a la calle. Hace meses que ella no pasa. La espero cada sábado. Nada
digo. Hay un leve sabor amargo en la alegría del recuerdo. El humano saludo por
haber estado, por haber sido. Yo mismo convertido en una casi historia de
fantasmas.
En la ciudad me sigo preguntando por el
misterio. Escuché en la mañana, al despertar, cómo se alejaba un tren. Era la
voz de un tren de infancia, de Martín Coronado. Pero yo despertaba en el
refugio de Garay en Boedo. Era que el tren me devolvía al presente, o era que
acaso no llegué a subir hasta donde puede llevarme la escritura. Preguntas sin
importancia. Aparecidas preguntas sin importancia.
Ayuda saber que me acompaña un Dios de
infancia, el que me prestó Tuky. Así puedo ser otra vez un Edgardo Lois en
tinta roja. En mi cuaderno nuevo de año nuevo. Escribir en tinta roja como si
fuera ayer. Pero todos nosotros lo sabemos, es otro el que lleva la lapicera.
La mirada. Me lleva la memoria. Y lo visto o encontrado en la calle. Nada
espero en el día. Nada deseo en la noche. A no ser que en desamparo viva el
otro que espera. A no ser que un mal hablado falte el respeto a tanto
compañero.
Ayer, una familia, dos hijos de unos
diez años, mamá y papá, revisaban los contenedores de la basura. La pareja
llevaba una bolsa cada uno. Hallazgos. La nenita iba con un oso de peluche
maltrecho. El pibito tenía una pelota. La familia en camino a la plaza Martín
Fierro. Salí de mi soledad de caminante para verlos avanzar en la tarde. Y me
quedé con su imagen. Ahora la anoto, como si estuviera escribiendo una carta de
humano pedido a un Dios de infancia que se extendiera desde el campo de
Estación Lazo de Tuky, desde mi patria interna de Martín Coronado, en la
provincia de Buenos Aires, hasta esta ciudad con tantas historias sobre el
cemento.